jueves, 18 de febrero de 2010

Ella estaba muerta

Ella estaba muerta. Esteban lo supo después de haber llegado a su casa, hasta de abrir la puerta y ver a Beatriz recostada en el sillón mirando la novela de las cuatro de la tarde. Lo supo, incluso, mucho después de bañarse y ponerse el pijama y acostarse a leer un libro sin haber comido siquiera su adorable manzana nocturna. También lo supo luego de haber intentado disuadirla de que la discusión que habían tenido por la mañana era absurda, hasta “parecemos dos tarados”, había dicho. Lo supo tan perezosamente que le habló por veinte minutos o más, hasta sentirse humillado de silencio y desinterés y respuestas mudas. Pero claro, ella estaba muerta, y él no lo supo hasta luego de haber leído veintisiete hojas de la novela y de que sus párpados comenzaran a caérsele y en esa duermevela darse vuelta y ver el lado vacío de la cama cuando ya eran las dos de la madrugada y en el baño goteaba una canilla (me permito postergar el signo: la coma es el verdugo de la celeridad) incansablemente. Y lo supo luego de levantarse y bajar las escaleras y girar por el pasillo y encontrar a Beatriz en la misma posición en que la había dejado por la mañana, tendida en el sillón con medio puñal asomándole del pecho.

L.P

1 comentario:

Isa dijo...

Gran narración Lucas, me encantó el juego con el tiempo
un abrazo