miércoles, 9 de octubre de 2013

Familia de cerdos

Siete y media de la mañana miré en Discovery Kids unos dibujos animados que son una familia de cerdos. Los dibujos son muy básicos, planos, sin perfiles, de esos en los que los ojos están del mismo lado de la cabeza. El tema de hoy trataba sobre el cumpleaños de la madre cerda, y el marido cerdo y los hijos cerditos preparaban la fiesta. No sé por qué motivo comencé a preguntarme cuántos años cumpliría la cerda. Esa duda, pienso, tiene que ver con esta manía de escribir que tenemos algunos, donde tratamos de destejer tramas, descubrir los trucos de otros escritores, de develar secretos. El problema pasó a ser mi problema, porque ni por las tapas podía hacerme una idea de qué edad le hubiera puesto yo a la cerda si hubiera tenido que escribir ese guión. 27, 23, 32 años. La cerda ya tenía dos cerditos, a lo mejor debería tener más de 25  pero menos de 35, algo así. Me relajé y esperé a ver cómo había resuelto el problema el escritor . Cuando llegó el momento de poner las velas sobre la torta, creí que era cuestión de segundos los que debía esperar para despejar mi intriga. El cerdo padre pone tres velas y exclama ¡Oh, no! ¡Se acabaron las velitas! Entonces la cerdita menor le pregunta cuántos años cumple su madre. Yo pensé que ya estaba, no podían seguir con el misterio. Entonces el cerdo se arrima a la oreja de la cerdita y se lo dice en secreto. La cerdita exclama ¡Esos son muchos años! ¡Qué hijo de puta!, grité, porque me di cuenta de que este guionista tampoco había podido resolver qué edad debería tener la cerda. Valentino me miró sorprendido. Le dije, para no dejarlo así, en ascuas: "Hijo, lo escritores son todos unos hijos de puta".

L.P. 

lunes, 30 de septiembre de 2013

Motivos para no recomendar lecturas

Hace unos años un amigo tuvo la genial idea de leer un texto mío publicado en una revista de mi ciudad. El cuento era un disparate sobre la vida de un hipopótamo. Mucho no lo recuerdo, y por suerte desapareció tanto la revista como el original. Lo cierto es que para mi amigo la lectura de ese texto fue un antes y un después en su vida. O sea: hasta ese momento nunca había leído nada y después de ese momento siguió el mismo curso. Esa fue mi desgracia, porque en tres de cada cinco reuniones de amigos que tenemos al año, recuerda el cuento y se revuelca de la risa. Paso a ser el punto de broma de la parranda. Conclusión: ese cuento, ese único cuento que leyó mi amigo y le pareció un disparate digno de risa y burla (puede que realmente fuera horrible, no sé) no solamente me crucificó, me negó un puñado de lectores y me quitó de un revés la posibilidad de retribuirme con otro texto, sino que también arruinó su primera y última intención lectora considerando que el texto no logró conmoverlo en lo más mínimo. Pienso en esto porque el otro día, en el local donde me venden los hierros que uso en el taller, hablando con un empleado tan o más engrasado que yo (no me pregunten cómo llegamos al tema de la literatura) el hombre me confesó que nunca había leído una novela y que yo le recomendara alguna. Le di un par de títulos, sin mucha importancia, que se fijara. Pero recomendarle una lectura a alguien que nunca leyó nada salvo algún manual de instrucciones o la sección deportes del periódico, puede ser algo tan próspero como catastrófico. Digamos que el futuro literario de esa persona está en tus manos, y según lo que le recomiendes puede que se vuelva un lector voraz o un eterno enemigo de los libros. Obviamente uno intuye, de acuerdo a gustos propios, más o menos, qué le podría recomendar a un lector primerizo, pero no se puede adivinar ni por las tapas si ese libro puede gustarle a esa persona porque ahora entramos, valga la redundancia, en el terreno de los gustos y las apreciaciones. Considerando que sólo tendremos una posibilidad para meterlo de lleno en el mundo de la lectura, la empresa se tornará un poco suicida. A decir: una persona “lectora por naturaleza”, como yo les llamo, habrá leído una parva considerable de libros que no le han gustado, y no por eso abandona la lectura y sigue en su eterna búsqueda según sus propios gustos. Pero un “no lector” es una caso serio (no dije raro), y por lo tanto un desafío casi siempre perdido. Que le recomendemos justo la novela que encienda la mecha, que le explote la cabeza, que le haga descubrir como lo hizo José Arcadio Buendía también devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación que: ¡la tierra es redonda como una naranja!... no creo. Cuestión de suerte nada más, de acierto. 

L.P.


martes, 24 de septiembre de 2013

Bicicleta

A la persona que inventó la bicicleta habría que haberla matado antes de que hiciera el primer bosquejo. Es más: en cuanto la imaginó tendría que haber sufrido un infarto del miocardio, tendría que haber caído desde un precipicio, muerto de lepra, quemado, atragantado con un choclo... Muerto, ¡bah!, muerto y a la mierda la bicicleta. (Así, en caliente, mientras intento recuperar el aire y controlar el temblor de las piernas, me resulta fácil odiar).

Trámites

Ayer tuve que hacer un trámite en una oficina de mi ciudad. Me habían adelantado que el encargado del papelerío que estaba antes no estaba más, y que ahora había otro tipo que "es un sorete, un soberbio de mierda". Así me dijeron. Me atiende un persona en la puerta, me hace pasar. Ahí estaba el sorete detrás del escritorio, sin mirarme, sin saludarme, me pregunta qué ando buscando. Mal dispuesto, me siento bruscamente en la silla sin que me diera el permiso, le dejo los papeles sobre el escritorio. Agarra los papeles y se pone a leerlos. "Acá faltan cosas. Siempre faltan cosas". "No creo, le digo". Antes de sentarme yo había visto el teléfono sobre el escritorio. Lo busque y lo descubrí encima de unas carpetas. Le digo: "¿Es un Galaxy 4, no? Recién ahí el tipo me miró, como sorprendido: "El celular, digo. Es un Galaxy S4? Me miró por unos segundos, miró el teléfono, me volvió a mirar y se sacó los anteojos. Luego agarró el teléfono: "¿Lo conocés?" "No, le digo. Todavía no me da el cuero". Y empieza: "No sabés lo que es ésto, hace maravillas" Me sorprendió la velocidad con la que el tipo cambió la cara y la actitud. "Mirá, toma, fijate, es una maravilla. Yo tenía un S2 y salté a éste, se puede hacer lo que quieras. Lo único que le falta es preparar café". Se olvidó de mis papeles, de la cara de culo que tenía, se olvidó de todo. Nos pasamos 20 minutos hablando del teléfono, y cuando me iba me dio la mano y sonreía como fascinado. Ahora bien: creo que no hay persona en el mundo, ni una sola, que no tenga un tema de conversación que lo libere de tanto encierro mental. En este caso le pegué entre los ojos y por un instante saqué al hombre de su pozo de mierda. Pero no siempre se tiene tanta suerte.

Uno

Uno se levanta más o menos bien. Se lava la cara, lleva el nene al jardín, conversa con alguien, va a la obra, organiza un poco el trabajo, pica pared, tira caños de luz, sale, hace compras, vuelve al trabajo, y piensa: un día más o menos bien: lindo, tranquilo, despejado, "normal". Uno tampoco pide mucho. No anda por ahí rogando cambios maravillosos. Uno acepta, se acostumbra, se conforma. Clase media en todos los aspectos: para pensar, para hacer, para ambicionar. Lo justo, digamos. Así uno llega al mediodía a su casa, se hace un café, le da la comida al nene, acaricia un poco al perro lamentando que a las 4 de la tarde no va a poder ver el partido del Barcelona como lo único para reprocharle del día y ¡PUM!, se da cuenta de que algo se ha quebrado como un vidrio; una quebradura que va por debajo, por el fondo, dañando, diciendo acá estoy yo arruinando tu día clase media. ¿Qué fue eso? Uno nunca termina de darse cuenta, ¡PUM!, está ahí, lastimando. Después el día sigue, claro, pero no es lo mismo.

martes, 6 de agosto de 2013

Vení

Le dije: 
-- Vení, tenemos que hablar de hombre a hombre. 
-- ¿Qué es de hombre a hombre?
--Vos sos hombre, yo soy hombre, tu mamá es mujer, la tía es mujer, Facu es hombre, Augusto es hombre, Josefina es mujer... así, ¿entendés?
-- Si. ¿Y qué querés hablar de hombre a hombre?
--Mirá, Valentino. Tenés que hacer caca. No puede ser que te pases 5 días sin hacer caca y hagas semejante escándalo. No es feo hacer caca, es lindo. Si no hacés te va a hacer mal y te voy a tener que llevar al médico.
--¿Y eso querías hablar de hombre a hombre?
--Si.
Me miró desde sus cuatro años recién cumplidos (acá me obliga un narrador omnisciente) y pensó: "éste es un pelotudo". Lo adiviné en su mirada. No dijo nada más. Yo menos.

L.P.

La luz

Hoy estaba parado en la vereda de mi casa. O sea bien parado sobre la entrada de mi casa. O sea que cualquiera se daba cuenta de que esa era mí casa, de que no estaba ahí por casualidad. Intento dejar esto bien en claro por lo siguiente: llega un cartero, deja la bicicleta en la calle, me rodea para pasar sin empujarme, abre la reja, camina hasta la puerta y tira por debajo una boleta. Ni buenas tardes, ni hola, ni permiso, ni chau. Luego vuelve hacia la bicicleta. 
"¿¡Qué repastís!?", le pregunto antes de que se vaya. 
"La luz", responde medio gritando porque ya estaba lejos. "La luz", así, como ironizando. 
Raro, ¿no? Digo: que alguien que reparte luz sea tan apagado y sombrío.

L.P. 

miércoles, 26 de junio de 2013

Mudo







Creo —por no decir “estoy convencido”— que dentro de no mucho tiempo quedaré absolutamente mudo. Me he dado cuenta de que mi léxico está disminuyendo, que casi no puedo hablar de corrido y que ponerme a conversar con alguien es una especie de suplicio. Como si se me trabara la lengua, como si alguien me fuera quitando las palabras de la boca una millonésima de segundos antes de poder soltarlas. No es que me niegue al diálogo (bueno, en algunos casos sí, pero eso es otra cosa), sino que el diálogo se niega a mí. Entonces es esa especie de sufrimiento, porque mientras la persona suelta su primer puñado de oraciones me quedo pensando en las dos primeras palabras que dijo, y después en qué dijo y luego en qué responderle. Voy atrasado digamos, lento digamos. No puedo coordinar lo que estoy pensando con lo que voy diciendo. Ausente mi pequeño diccionario mental de sinónimos y antónimos, perdida mi pobre RAE, lejano mi dialecto, oxidada mi lengua, mi paladar y mis labios. Atrofiado, digamos de una vez por todas. Atrofiado verbal. Vacío de palabras como un bebé. Por lo tanto ya saben: no insistan.

L.P.  

martes, 4 de junio de 2013

El hombre solo

 Cuento  publicado en "La Balandra" en el año 2012




Aquel día olvidé el consejo. Fui una especie de buen tipo creyéndose caritativo sólo por tener una Volkswagen Transporter  bastante nueva. El hombre estaba ahí, en plena patagonia, tomando polvo y viento y sol. Un pobre diablo,  de eso estoy seguro.  Yo había pasado la noche es Villa Stroeder, un pueblo tranquilo como pocos, apenas un punto en medio del desierto. Por la mañana, cuando retomé la Ruta 3 camino a Bahía Blanca, vi al hombre que hacía dedo. Y esas cosas del aburrimiento, de la nostalgia, de olvidar consejos, esas ganas de oír una palabra hicieron que me detuviera. Un pobre diablo: sobretodo gris, un bolso pequeño en una mano, un cigarrillo en la otra. Y su gran altura. Eso fue lo primero que vi.
—Buen día, jefe —grité a través de la ventanilla abierta. Al hombre no le alcanzó esa abertura. Abrió la puerta. Me saludó con un gesto de la cara—. Voy para Bahía —agregué—. ¿Le sirve?
—Si, gracias —dijo el tipo.
Tuve tiempo de ver en su cara rastros de viruela cuando subió y se acomodó en el asiento También observé sus zapatos negros.
—Qué viento, hermano… —dejé la frase abierta. Puso el bolso sobre la alfombra de goma, entre sus piernas. Silencio. Algo parecido a una lagartija cruzó la ruta. El viento levantaba una polvareda fina y revolcaba arbustos sobre la patagonia. Cuando de nuevo puse al vehículo en movimiento, el tipo habló:
—Tuve suerte —dijo—. A veces espero por horas que alguien me levante.
—Me imagino. Estas rutas son la muerte —respondí sin mirarlo. Recuerdo que en ese momento iba pensando en las  palomas mensajeras que había soltado el día anterior en algún punto de la ruta. Clientes que tenían palomares me daban las palomas, y yo se las soltaba a la distancia  que ellos me decían. Digamos que era una atención. Ellos me compraban zapatos; yo les soltaba palomas.
—Quién sabe si volverán —dije, y miré hacia arriba por encima del volante.
            Yo intentaba iniciar una conversación; creí que el tema de las palomas sería acertado. Al hombre no le importó. Sin embargo  murmuró que trabajaba en una petrolera.  Todos por allá trabajaban en petroleras o en las minas. Mucho no me interesaba. Yo prefería hablar de palomas o de mujeres. Pero se trataba de iniciar un diálogo, así que me deshice de pretensiones.  Dije, mostrándome entusiasmado: “Qué bien”. Pregunté cómo le iba.
     —Normal. Ya sabe.
Yo no sabía, pero estaba dispuesto a seguirle la corriente.
—Por lo menos estas empresas extranjeras no tienen problemas a la hora de pagar.
                 —Ajá —dijo.
Agregué:
     —Pagan en tiempo y en dólares.
     — No tiene importancia —dijo. 
Vi que al hablar mantenía la cabeza rígida, la mirada pegada al parabrisas.
—Lindo color el del dólar.
—Sí —respondió. Y repitió la frase—: No tiene importancia.
Lo miré de reojo. Algo hubo en el tono de su voz, algo que no supe describir. Esperé a que siguiera hablando, pero no dijo nada más.
—Cómo no le va a importar el color del dólar, jefe. Para algo trabaja.
El tipo no respondió. Fregaba sus manos sobre el pantalón.  Vi que estaban limpias y blancas.
—Y qué hace en la empresa. ¿Trabaja en las oficinas?
—No.  Estoy en mantenimiento. Un trabajo de mierda.
Cuando concluyó la frase miró hacia el costado. Un cartel destartalado se movía con el viento. Lo siguió con la vista como si le hubiera interesado. Luego me di cuenta de que empezó a hacer lo mismo con todos los carteles. Los seguía desde el frente hasta girar la cabeza casi un cuarto de  vuelta. Me pareció gracioso, pero a la vez intuí que ese juego era parte de algo extraño, infantil. Un rato después cambió de actitud y volvió a mirar fijamente el parabrisas.
Habríamos hecho para entonces unos treinta kilómetros. De pronto el tipo dijo:
—Me tengo que matar.
Dijo: “me tengo que matar”. Yo lo escuché bien, pero podría haberme equivocado, podría haber dicho  otra cosa como: “me tengo que bajar”. Eso quise creer, pero no me dio tiempo.
—Me tengo que matar,  y otro se va a ir conmigo.
Lo miré a la cara, de frente, por primera vez desde que iniciamos el viaje desde aquel desierto paraje de Villa Stroeder, porque él también me miró recto a los ojos, como un relámpago, como un disparo, y luego siguió mirado hacia adelante. Yo volví la vista a la ruta. En ese segundo había movido levemente la dirección, y la camioneta transitaba ahora por la mano contraria. Enderecé el curso, sonreí, traté de que el hombre viera mi sonrisa. No lo hizo. Entonces simulé una carcajada breve. El tipo tampoco reaccionó. Dije:
—Qué le va a hacer, jefe.
—Eso —dijo, y agregó—: Nada.
Yo esperaba que se largara a reír, esperaba el final de la broma. En algún momento de esa espera presentí que quería seguir con el juego un rato más. A él también le parecería insoportable el viaje.
—Jefe, ¿unos mates?
—No hay tiempo.
Le dije que aún faltaban varios kilómetros para Bahía Blanca.
—Eso no importa. No hay tiempo —repitió.
Movió levemente las piernas, y se volvió a frotar las manos contra el pantalón. Yo traté de pensar en los consejos: no levantes a nadie en la ruta; hoy es peligroso. Había desoído los consejos, pero creía tener mis razones: la gente del sur, la buena gente de los pueblos de la patagonia, gente sin maldad, hospitalaria hasta la médula, atentos hasta la bronca. Llevar a una maestra, a unos niños, a un campesino. Muchas veces había levantado gente como esa. Tenía mis motivos para desoír consejos. Ahora me acordaba de ellos, pero no podía creer lo que estaba sucediendo; seguía aferrándome a que era una broma de este pobre diablo. Entonces vi pasar una paloma, y la seguí con la vista hasta que se perdió en lo alto.
—Debe ser de las que solté ayer —dije—. Mucho viento.
Recordé que nunca le había hablado de que yo soltaba palomas. Entonces agregué: —Le suelto palomas a los clientes, palomas mensajeras.
Tampoco le había contado que yo vivía en Buenos Aires y que venía seguido al sur a vender zapatos.
—Soy vendedor de zapatos.
—Ajá —dijo el hombre.
—¿Le gustan las palomas, jefe?
El tipo giró la cabeza hacia la ventanilla. Yo aproveché  para mirar el bolso que estaba sobre la alfombra, entre sus piernas. Me estaba asustando. Pleno mediodía en la patagonia, pleno sol, y un temor parecido a la vergüenza.  Muchas veces había pensado en lo que haría si me asaltaban. Recordé que un amigo, con el tipo sentado al lado apuntándole con el revólver; había decidido tirar el vehículo a la zanja, saliera pato o gallareta. Yo miré hacia la banquina: polvo, yuyos, poca profundidad. Pensé: si hago una maniobra brusca la vuelco, y a la puta madre. Pensaba todo esto, pero a la vez no lograba hacerme a la idea de que algo así pudiera estar pasándome. Intenté dos o tres veces el diálogo, creo que hasta le conté un chiste, pero el hombre estaba ahora con la  sien apoyada contra la ventanilla; podía verle la respiración en el sobretodo, cierto nerviosismo en las manos. Decidí tomar las cosas a la tremenda. Estaba en el baile:
—Y por qué, jefe, qué le anda pasando.
Entonces me miró:
—Porque sí. No sé por qué.
—Bueno, creo que usted sabrá, pero haga lo que le parezca —dije esto sin pensarlo, o más bien con bronca.
El hombre no respondió.
Justo cuando mis piernas empezaban a temblar recordé lo de la llave abajo del torpedo, arriba del pedal del embrague. Una tecla que le había hecho colocar a la Volkswagen cuando la había comprado, por miedo a que me la robaran.  Era un interruptor que funcionaba como los de encender las luces domésticas. Cuando lo movía con la punta del pie se cortaba la corriente de la bomba y ésta dejaba de inyectar combustible. El vehículo se paraba enseguida. Antes de poner mi plan a funcionar, respiré profundamente. Abrí un poco la ventanilla. Un viento fresco me hizo cerrar los ojos. Otra vez pude ver la paloma, pero supuse que no era la misma. El tipo seguía ahí. Tuve que mirarlo varias veces para descubrir que no había ninguna sonrisa en su cara, para convencerme de seguir adelante con el plan. Entonces levanté la punta del pie izquierdo y moví la perilla. Fue una especie de susto y de alegría que se mezclaron. El motor se paró. Quité el cambio y dejé que el vehículo corriera, mudo.  Me di cuenta de que debía decir algo cuando el hombre me miró. Entonces insulté, e hice un gesto como de asombro.
—La puta madre, jefe, lo que nos faltaba. —Dije “lo que nos faltaba” como si esto significara que aparte de que el tipo me iba a matar a mí y luego se iba a suicidar,  el  vehículo nos dejaba varados. Ante el silencio del hombre agregué.
 —A ver qué le pasó a esto.
Cuando nos detuvimos agarré la manija de la puerta, y antes de abrir lo miré. Él había vuelto la cabeza hacia la ventanilla. Respiré aliviado. Me bajé y levanté el capot. Por alguna hendija  pude ver al hombre sentado, ahí, como si nada. Pensé en salir corriendo. Miré hacia todos lados. Desierto, yuyos cortos, vasta distancia, soledad. “Adónde mierda voy a ir”, pensé; “adonde mierda voy”. Entonces reparé en las posibilidades que tenía hasta el momento: arrancar el vehículo, volcarlo y tener la suerte de que el tipo se desmayara o se matara en la maniobra, y yo salir ileso. Una estupidez. Salir corriendo así, sin nada, tratar de perderme entre el polvo, de que me tragara la inmensidad descolorida de la patagonia, imposible. Hubo entonces una tercera: lograr que el hombre se bajara con la excusa de empujar la camioneta. Subí y le di arranque varias veces, siempre con el interruptor cortado.
—Qué macana, jefe —dije tratando de conservar un tono parejo en la voz—; vamos a tener que empujar.
El hombre me miró durante un instante eterno. Me miró mientras yo lo miraba. Traté de mostrarle una cara inocente, lo más pelotuda posible. No le di tiempo a nada. Me bajé y comencé a empujar la Volkswagen solo, desde el parante de la puerta. No logré ni moverla. Vi entonces que el tipo dejaba el bolso y se bajaba. Se aferró al parante de la puerta de su lado y comenzó a empujar. Cuando la camioneta tomó algo de velocidad, subí de un salto y puse el cambio. No sé por qué no encendí el interruptor para que arrancara en ese primer intento. Creo que temí que el tipo lograra subir como un gato. El vehículo no arrancó, por supuesto. Bajé, volví a levantar el capot, hice como que  tocaba algo. El hombre se volvió a sentar. Sentí entonces algo parecido a la bronca, un espasmo secreto, ganas de ser yo quien lo matara de una vez por todas. Me imaginé tomándolo por el cuello, me imaginé viéndole la lengua larga, seca, quieta y relajada sobre el mentón. Pero fui un poco más allá, un poco hacia atrás en el tiempo, y lo imaginé allí parado, entre el viento, con su sobretodo y su bolso y su cigarrillo,  con su dedo agitándose en el aire tratando de que yo me detuviera, de que un alma estúpida se detuviera en esa soledad espantosa y lo llevara. Me imaginé viéndolo pasar por la ventanilla, y yo me reía en esa imagen, me reía y le mostraba los dientes y le gritaba: “que te lleve Montoto” y luego yo pensaba “pobre diablo, no sabe que  sólo llevo palomas”.
Cerré el capot, todavía pensando en las palomas y en el error. Ahora en mi voz había bronca, dureza.
—Vamos a probar de nuevo.
El maldito no se movió, otra vez, como si tratara de analizar la situación, como si pensara: “acá nomás lo mato y me evito el esfuerzo”. Pero luego bajó, y ocurrió una especie de milagro: Vi que se encaminaba hacia la parte de atrás de la  Volkswagen, lo vi por el espejo retrovisor de la puerta, y comenzamos a empujar. Entonces me subí, moví el interruptor, le di arranque,  puse el cambio y aceleré.
 Pude ver al tipo en medio de la ruta, que se alejaba, que se empequeñecía en el espejo, que era ahora una figurita inmóvil allá atrás. No quiero pensar que todo era una broma y que dejé al imbécil en medio de una ruta por donde no pasaba ni un alma. También vi (o creo haber visto, todo es tan confuso) una paloma revoloteando sobre el horizonte, buscando un rumbo. Recuerdo que mis piernas  temblaban, o sufrían una especie de convulsión, para el caso es lo mismo. En esos estertores me di cuenta de que el bolso estaba ahí, sobre la alfombra de goma. Lo tomé de las manijas y lo arrojé por la ventanilla. Ni miré dónde cayó. El pobre diablo seguía ahí,  lejos,  casi invisible en el espejo.- 
L.P

jueves, 25 de abril de 2013

Mi hijo y mi perro odian a Hemingway



         Este cuentito se ha terminado, dijo, y así fue. Valentino metió hasta el fondo de la bañera mi libro de cuentos de Hemingway. ¿Habrá sido sólo una reacción infantil? ¿Una travesura? Lo niños son un misterio. ¿Por qué no metió la media docena de sus libritos de patitos y chanchitos de mierda y los hizo puré dentro de la bañera? ¿Por qué tuvo que mojar justamente a Hemingway? Bueno, sospecho que los chicos son unos jodidos que algo saben de todas las cosas y entre todas esas cosas está la literatura. Por lo tanto, puede que la hermosa cabecita de mi hijo haya detestado la prosa "Hemingwayniana" desde la mismísima foto del maestro en la tapa del libro. De alguna manera supuso que no le agradaría jamás ese tipo, y que en algún futuro no tendría ni la más mínima intención de leer ninguno de sus relatos, ni siquiera “Las nieves del Kilimanjaro”, ni siquiera “Campamento Indio”, ni siquiera nada de nada.
           Bien, me dije: a poner el libro al sol y a ver qué se salva.
            Lo que aún no puedo entender, --quizás porque su raza no es mi raza y porque ponerme a pensar como un perro ya sería el colmo--, es por qué mi fiel mascota orinó a Hemingway. El libro al sol, abierto como un abanico, arrugado, descolorido, aún húmedo, agonizando, y el perro le pone el tiro del final, lo remata con su orina sin una gota de lástima. ¿Un complot en mi contra? ¿Mi perro y mi hijo contra Hemingway? ¿Mi perro sabe leer o sólo de divierte? ¿Me perdí de algo?
          No sé. Lo cierto es que el libro sigue ahí, secándose, aireándose, despatarrado como una araña, esperando que yo lo rescate de una vez, que lo ponga a resguardo de atentados, de tantos locos sueltos.


L.P.

jueves, 3 de enero de 2013

Sobre el perro

Llueve y mi perro está afuera. Bajo el porche, bajo el auto en el garaje, bajo los arbustos del patio. ¿Debería dejarlo entrar y que embarre todo el piso de la cocina? ¿Debería? ¿Será su mundo este interior de muebles anti naturaleza o simplemente entraría porque es tan perro fiel que no podría rechazar mi invitación? No entiendo mucho sobre perros, pero creo que algo antes inmodificable se está modificando. Las conductas, ni las del hombre ni las de los perros, son las de otrora.

Lo dicho

La historia que sigue me la contaron hace un rato, en primera persona. Si muchas otras personas me contaran diariamente cosas así, escribir ficción sería un tanto más sencillo. O mejor todavía: no se podría escribir ficción. 

"Esa tarde mi madre estaba un poco peor de salud. Acostada en la cama, me pidió si por favor le preparaba un té. Fui a la cocina, puse agua a calentar. Cuando volví a la habitación, la veo que inclina la cabeza hacia un lado entrecerrando los ojos. No sé por qué le grité: ¿¡Vos no te estarás muriendo, no!? Mi madre abrió los ojos, sonrió: ¡Pero no, che! Fui a la cocina, preparé el té. Cuando volví a servírselo, mi madre estaba muerta".

Proyecto novela

Despertó sobresaltado cuando creyó que alguien intentaba destaparlo. Se quitó de encima el sueño y levantó la cabeza. Miró hacia sus pies, sus piernas terminadas en pies. No había nadie, la habitación estaba vacía y observó que su mano, su puño, estaba cerrado a la altura de la cintura sosteniendo la sábana. Sintió cierto temor en ese principio, en cuanto se dio cuenta de que estaba tan solo en la habitación como lo había estado siempre. Se quedó despierto mirando el cielo raso, queriendo encontrar en él una explicación, anhelando oír en la oscuridad, queriendo tocar lo que sea, queriendo abrir el puño para soltar la sábana. Nada se movía, todo se escuchaba, todo era silencio en el tictac del reloj sobre la mesa de luz, en la araña tejiendo su tela sobre la lámpara que colgaba del techo. Oía el correr de su sangre, presentía la mirada de un mosquito. Volvió a recostarse boca abajo y descorrió su cuerpo hacia el borde del colchón; Se estiró para ver debajo de la cama: sólo pelusas y un rollo de hilo, una pelota de tenis y un guante de lana, sólo la noche como afuera, la noche que le llegaba convertida todavía en espanto. Un segundo más tarde escucho el vuelo de un murciélago en la habitación de al lado, los ronquidos de la abuela vieja, el temblor de la puerta que separaba los cuartos. ¡Qué placentero volver a conciliar el sueño! Sintió que sus párpados se cerraban, que comenzaba a soñar todavía despierto. La sangre se le detuvo, el murciélago también se detuvo, las sábanas otra vez bajo su mentón y los puños cerrados, la abuela vieja callada, como muerta; otra vez el sueño, las ansias del sueño, que mañana hay que volver a la escuela, que dentro de un rato hay que volver a la escuela... Tuvo tiempo de ver el brillo del reloj: las cuatro, las cuatro y cinco, las cuatro y diez… mejor dejar de mirar, mejor dormir, mejor entregarse al sueño antes que le vuelvan a correr las sábanas hacia abajo, mejor dormirse y rezar para no despertar cuando esto sucediera. Con esa impresión se durmió, con la idea de que un fantasma se escondía en alguna parte.

L.P.

Lo cotidiano

Hay personas que, sin saberlo, tienen tendencias suicidas. Suicidas que no se animan a suicidarse y quieren que los suicido yo. Porque mirá que pararse a mi lado y hablar y hablar como si alguien (yo ni loco) los obligara a hacerlo. Estoy trabajando, me ven que estoy trabajando. Así todo hablan y me cuentan cosas que a mí no me importan en absoluto. Ni una mierda me importa lo que tengan para decir. Me ven con el martillo en la mano, me están viendo que estoy con el martillo en la mano, no es que yo lo oculto. Estoy trabajando. Una de mis herramientas favoritas es el martillo. Mi tío siempre dice: "si nadie hubiera inventado el martillo antes, seguro lo inventaba yo". Si, un martillo precioso en la mano y así todo me hablan... suicidas estúpidos.