jueves, 16 de diciembre de 2010

La línea recta





Carlos hablaba de silencios. Silencios como piedras en la pared de la habitación, silencios como escupidas en el rostro. El sillón lo sostenía como a un borracho: las manos cayendo por los lados de los apoya brazos, las piernas estiradas sobre la alfombra, la cabeza inclinada hacia atrás. Carlos no hablaba de silencios, ni los imaginaba: los oía, reales, llegando desde la habitación superior de la casa, bajando las escaleras. Silencios de murmullos entrecortados, de mordidas, de placer. Levantó una mano, y una gota de whisky le corrió por la manga de la camisa. Recordó que debía mantener la horizontalidad del vaso. Bebió y tragó más allá del nudo en la garganta. Su mirada no pretendía un enfoque certero, y cerraba los ojos largamente hasta volver a ver el living dibujado sobre sus párpados. Recordó que una vez tuvo una pesadilla: estaba en la oficina abstraído en unos presupuestos, y de reojo veía que alguien estaba parado a su lado. En un momento levantó la vista y allí estaba Carmen, vertical, con sus enormes ojos abiertos, y muerta. Más allá, de espaldas, había un muchacho recogiendo unos sobres que estaban sobre el mostrador. Carlos quiso gritar en el momento que el joven comenzaba a morirse, porque sin siquiera sospecharlo el chico estaba en el camino de la muerte, en la línea recta e imperturbable que seguía la muerte aquella tarde. Despertó con el grito vivo en la habitación. Desde entonces Carlos creía que la muerte seguía una línea recta, y que morirse era cuestión de estar dos centímetros más allá.
Ahora habría los ojos de vez en cuando y volvía a paladear el whisky, y giraba la cabeza estúpidamente para luego sonreír y sospechar que no tendría tanta suerte aquella tarde, que no tendría él la suerte de estar en el camino de la muerte en ese momento. Un solo tic-tac marcó las diecisiete. Pensó en que el tiempo suele ser enemigo de los hombres. Haber salido antes de la oficina fue su tiempo y su desgracia, y fue también la causante que lo obligaba ahora a escuchar silencios que bajaban por las escaleras, por la misma escalera que llevaba hacia la habitación, la misma escalera que habría pisado el amante para llegar hasta la mujer que lo esperaba. Ahora un quejido, ahora otra mordida. Carlos oía esos silencios y el suyo, y murmuraba entre dientes, maldecía y buscaba el camino. Imaginaba a la muerte entrando por la ventana, pasando por encima de la mesa, de las sillas, del gato ahora vivo, ahora muerto. La imaginaba subiendo la escalera, palpando la baranda, tiñendo de neblina el pasamano de madera. Olvidó el vaso sobre la alfombra. Entrelazó los dedos y apoyó las palmas de las manos sobre la cabeza. Logró divisar a través de la ventana un grupo de gorriones alborotados, y reflexionó que esa imagen era su pasaporte a la realidad como así también lo sería, un segundo más tarde, el revólver en su pulso. Y en esa realidad siguió escuchando silencios bajando escalones, y siguió recordando pesadillas, y cayó en la cuenta de que la puerta de la habitación estaba ahí arriba, en el camino correcto, ni dos centímetros más allá.

L.P.

viernes, 15 de octubre de 2010

Para leer en el baño




Hay un preciso e inevitable momento (necesidad fisiológica) en el cual la persona debe abandonar quehaceres —fuesen cuales fuesen, sin distinción de importancias— para dirigirse al baño. Para ello, se debe tener al alcance de la mano (o al menos tener conocimiento del lugar dónde se encuentra) el libro, revista, periódico, manual de intrusiones, etc., que se tenga intenciones de leer en ese momento. Es muy importante contar inmediatamente con el “objeto de lectura”, considerando que una extensa búsqueda puede acarrear consigo infinitas consecuencias. Puede ser un acertado consejo tener una biblioteca sobre una pared inmediatamente anterior a la puerta del baño o, en su defecto, en el interior del mismo.
Una vez dentro del baño con el “objeto de lectura” en la mano, busque un sitio donde apoyar dicho elemento. Un buen lugar puede ser la parte delantera y superior del bidet (dicho sanitario está próximo al inodoro) porque es allí donde el filo del benéfico tiene una curva muy pronunciada y el “objeto” puede mantenerse en equilibrio. Si el sanitario está seco y limpio, se puede usar el interior del mismo como posible lugar de reposo del material en cuestión. Una vez resuelto lo anterior, procederemos a ponernos de espaldas al inodoro, aproximadamente a una cuarta de distancia, con el torso vertical. Ya en esa posición, sin titubear demasiado, procuraremos desnudar la parte inferior del cuerpo, dejando las prendas sobre el empeine de los pies. Cabe aquí la posibilidad de que el sujeto lleve polleras. En ese caso, puede uno remangarla hasta la cintura o, directamente, quitársela. De cualquier modo, es de suma importancia quitarse las prendas antes de sentarse sobre el inodoro. Ya desprovistos de las vestimentas inferiores, procederemos a agacharnos. Para ello no usaremos la forma tradicional, sino que inclinaremos primero el cuerpo hacia delante unos treinta grados, aproximadamente, y luego flexionaremos lentamente las rodillas, hasta que los muslos hagan contacto con la parte superior del inodoro. Con un leve movimiento de cadera acomodaremos el cuerpo sobre la fría superficie. Una vez hecho esto, debemos girar la vista hasta hallar el “objeto de lectura” y estirar el brazo tomándolo con la punta de los dedos. Lleve el objeto hasta delante de los ojos, ábralo donde le plazca leer y luego apoye los codos sobre las rodillas, logrando de eso modo una cómoda posición de lectura.
El período de lectura es, lógicamente, proporcional al tiempo que demande la necesidad. Llegado a este punto, el sujeto comenzará a hacer todos los movimientos mencionados pero en orden inverso.

L.P.

jueves, 7 de octubre de 2010

Merecidamente



Al momento de haber hecho la impresora la primera copia, retumbó en la sala un golpe seco y apagado desde la puerta. Pensé en el perro. Había escrito tres horas sin descanso ni anteojos, había sufrido los porfiados intentos del protagonista de escaparse del hilo que intentaba llevar la historia, había releído cada página al menos ocho veces, y todo soportando el sueño queriéndome tumbar sobre el escritorio y la computadora. Ahora golpean la puerta, ahora la abro y el sujeto con cara redonda, hinchada y tirante con una sonrisa de mejilla a mejilla me extiende el brazo y me pide una copia. No entiendo. “La copia del cuento”, me dice: “quiero la copia antes de que vengan los otros”. Sospecha mi negativa. Entonces el tipo entra corriendo, resbala sobre el felpudo, se rompe los huesos contra el filo de la estufa. Como un agua viva se desparrama en el suelo. “¿Adónde está!?”, grita, “¡quiero el cuento!”. Al levantarse ha visto —al otro lado de la mesa—, la impresora con las páginas, y un segundo más tarde las toma y corre hacia la calle. Se pierde en el sol de afuera, en el ancho de la vereda. Cierro la puerta asustado.
Sin saber por qué, hago otra copia del cuento. Snik, snik, snik. Al parecer otra persona ha golpeado la puerta mientras la máquina trabajaba, porque cuando la novena página cae sobre el escritorio, la puerta que se rompe y se desploma contra el suelo. Esta vez una mujer es la que sonríe parada sobre lo que fue la puerta vertical, con las manos apoyadas sobre la cadera y respirando trabajosamente. “¡Quiero la copia!” me grita, y voltea para ver más allá de su espalda la calle vacía. “¿No me oís, boludo?”, agrega poniéndose seria, bajando el centro de las cejas, arrugando la nariz. “¿Ésta?”, pregunto tímidamente, y en cuanto levanto las hojas la tengo a la mujer encima quitándome los papeles de un zarpazo. No tropezó en el felpudo en la carrera hacia el exterior, pero sí lo hizo en la escalerita que baja hasta la vereda, y rodando llegó a la calle, adonde en la última vuelta logró incorporarse aprovechando el impulso y salió gritando y revoleando las hojas en la mano alzada.
Con la tercera copia del cuento casi era previsible lo que iba a ocurrir, casi lo sospechaba, así que dejé la impresora largando la copia y me deslicé hasta un rincón. Enseguida vino otro a robar el cuento, con la misma euforia que los anteriores, y a ese le siguieron otros desquiciados. Perdí la cuenta. Sospeché que a esas alturas cada boludo inculto del mundo tendría una copia de mi obra sobre la mesita de luz. Lejos de eso ocurrió que yo dormía y soñaba, la cabeza sobre el teclado de la computadora.
Mientras tanto el viento entrando por la ventana levantó por los aires las nueve hojas que se fueron por la misma abertura hasta la alcantarilla de enfrente y se hundieron, merecidamente, en el agua podrida.

L.P.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Cartas a los Jonquières



Me regalaron el libro la semana pasada. No entiendo por qué las personas que nunca leyeron un libro son, justamente, las más propensas a comprarlos para regalo. El dilema es el siguiente: leer o no leer. La tentación es grande. Lo cierto es que lo tengo acá, al alcance de la mano. (Escribo esto como al azar quizás para no ser leído, sin correcciones y abierto a un desorden sintáctico que abruma. Pienso más que escribo). Si, la tentación… Se llama Cartas a los Jonquières. Firma, supuestamente, Julio Cortázar. Digo supuestamente porque el autor no participó en la edición de su obra. Es razonable: Cortázar murió en el ochenta y cuatro y el libro salió en julio de este año. Son las cartas que Cortázar escribió desde París a Eduardo Jonquières, amigo del escritor. Digo que su nombre está en la tapa del libro, que las cartas son de su autoría, que la prosa es la del mejor Cortázar del mundo, pero que el muerto nunca autorizó la publicación de esas líneas. Que ahora dichas cartas estén editadas en un libro no es más que un mero recurso económico para hacer ricos a un puñado de idiotas. La reseña, desvergonzada, dice: “Además de escribir novelas y cuentos a los que debe su fama, Julio Cortázar se dedicó con igual intensidad a la escritura de una enorme cantidad de cartas, un conjunto que equivale a esa autobiografía que nunca intentó, y que, por su volumen y su riqueza, es una parte fundamental de su creación literaria. Entre ellas se destacan éstas que publicamos ahora, enviadas al pintor y poeta argentino Eduardo Jonquières, a quien lo unieron cincuenta años de amistad. El conjunto es de una extraordinaria importancia porque se da en ellas algo inusual en el autor, que se permite confidencias, consejos y discrepancias: son atisbos al Cortázar más secreto.(…)” . ¿Hasta dónde le podemos sacar el jugo a un escritor? ¿hasta donde podemos desnudarlo y dejarlo como Dios lo trajo al mundo sin una pizca de respeto? Si alguien revisa uno de mis cajones les salto al lomo como un leopardo. “Un conjunto que equivale a esa autobiografía que nunca intentó”. Para mí que no quiso intentarla, no hace falta andar escribiendo autobiografías. “Son atisbos al Cortázar más secreto”. Esta es la parte que más me gusta. Ahora, Julito querido, se te acabaron los secretos.
Ya la publicación de las conversaciones entre Jorge Luis Borges y Bioy Casares (tomadas del cuaderno de Bioy), me pareció una aberración. ¿Alguien se imagina a Borges en pelotas?
Me tratarán de exagerado. Me dirán que es el precio que pagan los grandes personajes, me dirán que está bien que le publiquen absolutamente todo lo que encuentren, que el hombre está muerto, que sería un desperdicio no hacerlo. Yo no sé… por lo pronto este compromiso espantoso de tener el libro y no poder leerlo por una cuestión moral o ética o imbécil. A veces peco, caigo en la tentación, lo abro, leo dos o tres líneas, lo cierro aún saboreando ese pulso melancólico y genial de Cortázar. Pero también me tironea la idea de la traición, que soy un jodido husmeando diarios y cartas ajenas. Estoy entre dos cuerdas, tambaleo como un mamao. Fumo o no fumo. Algo así, algo le pasa a mi cabeza.

L.P.

viernes, 23 de julio de 2010

Los mejores del Mundo




Yo lo sabía. Ustedes me dirán lo que quieran, y están en su derecho. Yo sabía que este país es un país grandioso, donde lo absurdo tiene sabor a cotidianidad y donde Alicia se sentiría a gusto o tan a disgusto como en la cueva del conejo. En la sección policial del periódico me entero que en una penitenciaría del sur Argentino, en Neuquén para ser preciso, a falta de personal, apostaban dentro de unos los refugios de seguridad una pelota con una gorra simulando un guardia de carne y hueso. Yo sospecho (todo es posible) que también le habrían puesto al seudo guardia una chaqueta y un fusil. Ustedes, extranjeros, me dirán que en América Latina es “normal” este tipo de cosas. Bueno, yo escuché a Chávez, presidente de Venezuela, explicándoles a sus ciudadanos cómo bañarse en tres minutos para no derrochar el agua, pero juro que en Argentina eso no causa ni gracia ni espasmos. Escritores de ficción hubo, hay y habrá en todo el planeta y en todos los tiempos, pero que se atrevan a escribir la ficción que se escribe diariamente en los periódicos de mi país, con esa prolijidad, con esa conducta, con ese afán por gritar a todos los vientos esta historia es mía, no creo. Y lo peor es que parece ficción pero se llama realidad, una realidad tan absurda que da miedo. Para resumir y ejemplificar: las autoridades de la penitenciaría se creyeron lo del realismo mágico, creyeron que nadie se daría cuenta del engaño y pusieron dentro de la garita una pelota con gorra. Los presos se dieron cuenta del artificio. Habrán dicho: el guardia está muy quieto todo el tiempo, ni fuma ni se rasca la nariz, la cabeza es demasiado redonda, no se come los mocos; o se hace el pelotudo o es un espantapresos. Para ahorrase dudas dos se fugaron. No se habían equivocado. Wilson (mote que le pusieron los presidiarios al guardia en referencia a la mascota de Tom Hanks en El Naúfrago) era un tipo macanudo. Por supuesto, ni se movió. En recompensa salvó su cabeza, que bien se podrían haber llevado para jugar un picadito de futbol en alguna tregua que les diera la huída.
No me digan que no somos los mejores del mundo.
La noticia está aquí.
L.P.

domingo, 11 de julio de 2010

Por decir algo


Todavía con el humo en la boca ya pienso en el próximo cigarrillo. Ni loco lo enciendo, me digo o me dice el de la izquierda. El de la derecha parece tranquilo, toca con la punta de su dedito el tridente. Menea la cola como un perro contento. Sabe que no le fallo. Maradona murió en su ley, pienso para distraerme. Sabía que con el equipo partido no podía llegar muy lejos. Seguro tenía el de la derecha un tanto más eufórico que el mío. Hablando de eso, el mío parece moverse un poco, levanta una mano y veo que el maldito tiene un cigarrillo entre los dedos. Hasta humo de cigarrillo tiene. Me lo muestra, me lo pasa por el rabillo del ojo. El de las alitas de la izquierda grita: ¡Traición! Callate, ¡pelotudo!, grita el otro. Lo miro. Maradona lo habrá mirado como yo cuando le decía: dejá el medio campo como contra México que metiste tres pepas, así, sin gente en el circulo central, anduvo bárbaro, fijate que al Lio no le llegó un pelota limpia y el Mache rastrilló solito cuando pié se le cruzaba. Y murió en su ley el Diego, le ganó la porfía. El de la derecha le clavó el tridente nomás. Ma sí, yo lo prendo, ya lo tengo en la mano. El de las alitas me mira resignado, el de la derecha también, pero sonríe. Tres delanteros, nadie en el medio campo, el Mache transpira la gota gorda, el Lio viniéndola a buscar al área nuestra. A sufrir se ha dicho. Como los Marea, un ojo abierto y el otro entornao, que cuatro goles no son nada, que febril la mirada… El de la derecha también le sonrió al Diego.
Apago el cigarrillo, el televisor. Cuatro años más, una mierda cuatro años. Me fumo el último, me digo, juro que es el último del día. El de la izquierda vuelve al trabajo, el de la derecha ni se molesta.

martes, 29 de junio de 2010

Sobre canarios

Carlos detestaba ese olor de hospital público, de pasillos, de las salas de esperas, como así también ese tiempo detenido en esos lugares, esa cosa con sabor a eternidad. Apoyado en la pared, solo, las manos juntas detrás en la espalda, vio que el otro entraba por la puerta de dos hojas que daba a la calle sin saludar, siquiera de mala gana, a las dos mujeres que trapeaban el piso.
—Al fin — dijo Carlos.
—Bueno, no empieces con ironías— respondió el otro, y agregó: —qué le pasó a mamá.
Recién entonces Carlos despegó los ojos de los del otro y miró el cielorraso. No pareció sobresaltarse cuando una mujer le pidió permiso para pasar con una camilla repleta de toallas.
—Me vas a decir o le pregunto a la enfermera.
— Si querés preguntale, si querés esperá. O te crees que la vida es así de fácil, que las respuestas están ahí, al alcance de la mano.
— Ya te dije que no empieces. No tengo mucho tiempo, estoy laburando.
— Claro, ahora le llaman laburo a eso que hacés— Carlos bajó la vista del cielorraso y lo miró a la cara. Buscó un punto en la cara del otro y fijó la vista, sin verle los ojos.
— Yo trabajo en lo que quiero. Me pagan por hacerlo. Pero claro, estoy hablando con el ejecutivo.
— No. Estás hablando con un tipo que se buscó un futuro más o menos aceptable mientras vos te la pasabas boludeando con tus amigos — dijo Carlos mientras ahora giraba el cuerpo para ponerse de frente a la puerta de terapia intensiva. El otro sacó un atado de cigarrillos. Carlos lo petrificó con la mirada. Iba a decir algo, pero lo distrajo una sombra que se movió detrás de la puerta. Ambos se percataron de ese movimiento y ambos amagaron a caminar hacia la allí cuando la sombra pareció arrepentirse, giró y se perdió detrás del vidrio opaco.
— La puta— murmuró el otro. Volvió a esconder el atado de cigarrillos en el bolsillo de la camisa. Luego agregó: — Decime de una vez por todas qué le pasó a mamá.
— Te estuve llamando dos horas para decirte qué le pasó. ¿No te lo dijo tu secretaria?
— No seas gil, dijo el otro.
— Es que no sé como se les llama en las remiseras.
— Claro. Yo a las de ustedes las llamo putas caras.

Carlos sonrió, pero no quiso mostrarle la sonrisa al otro. El otro giró y enfrentó un pasillo. Carlos oyó los pasos que se alejaban como si alguien bajara el volumen. Más tarde un murmullo. Sospechó que el otro hablaba con una enfermera. Al rato regresó:
—Qué te dijo-, masculló Carlos mientras golpeaba el piso con la punta del zapato, como si estuviera siguiendo el ritmo de una canción.
—Lo que ya sabés— dijo el otro—Todo es una mierda— agregó.
— Y eso que lo decís vos, que siempre te cagaste en todo.
— Eso es lo que vos crees. La vida es pura mierda, hombre de negocios.
— La vida es lo que vos querés que sea— dijo Carlos y frunció los labios, arrepentido de haber dicho algo tan estúpido.
— Claro, mirá que fácil. Te vas de casa a estudiar esa bosta que estudiaste, te casás con la minita con plata, vivís rodeado de trajes caros. No te olvides que yo me quedé...
— Porque quisiste
— Sí, claro, y que lo haya querido quiere decir haber estado ahí…
— A ver con qué me salís ahora.
— Que yo estaba en casa, que yo le daba de comer a los canarios.
— Claro, y eso que tiene que ver. Yo pago la mutual, y ahora mamá va a ir a un centro privado gracias a que yo pago la mutual—. Carlos recordó en donde estaba, miró para todos lados y bajo la voz, que ahora era un susurro. — Yo pago la mutual…
— ¿Ves? Hablás de plata, ¿no? Lo interrumpió el otro.
— Hablo de realidades.
— Cagamos. La realidad de la plata. Yo le di de comer a los canarios, y vos no me pagaste el alpiste.
— No seas boludo, yo no estaba porque estaba tratando de ser un hombre...
— ¿Ambicioso?
— Un hombre exitoso, no un vago como vos.
— Si, claro. Comparado con un buen auto yo no valgo nada. Papá se murió y eso también vale menos que un auto.
Carlos giró los ojos. Buscó una respuesta acertada.
—Papá se murió hace menos de un año… — siguió el otro. Respiró profundamente y agregó — la vieja con la cadera rota. Todo es una mierda.
— Siempre lo mismo con vos, siempre con esas cosas.
— Ajá, y vos siempre con tus reclamos estúpidos. Vos pagarás la mutual, yo pagué el alpiste de los canarios. Estamos a mano.
— No me vengas con eso. Seguís con el mismo discurso de hace diez años.
— Ahora que me hacés acordar, ¡cómo pasa el tiempo! Cuanto costarán diez años de alpiste. Ponele a cien gramos diarios.
Carlos pensó en canarios entonces, en como sería eso de darle alpiste a los canarios. Suspiró y volvió a mirar el cielorraso. También ahora buscaba una respuesta acertada, pero la sirena de una ambulancia lo obligó a callar.
—Todo es una mierda— seguía el otro, pero Carlos no lo escuchaba.

L.P.

miércoles, 23 de junio de 2010

Chau, Maestro




Juan Carlos Bustriazo Ortiz, ese es el nombre. Una vez leí un poema suyo en una revista cultural. El poema que pegaré abajo. Ahí comenzó mi búsqueda. No conseguí ni uno solo libro suyo. Ochenta libros escritos, muy pocos publicados. Parece mentira, pero no existe en Buenos Aires una librería que tenga un libro de este autor, al menos hasta donde sé. Otro de los genios invalorados de mi país y del mundo. Otro gran poeta escondido en La Pampa. Para colmo la pampa argentina es grande. Esconde poetas de pura cepa la pampa argentina. Cuando leí aquel poema me dije: tengo que conocer a este hombre, me voy a conocerlo en cualquier momento. De esto hará unos cuatro, cinco años. Y cualquier momento suele ser, en la mayoría de los casos, nunca. Esos caprichos de los días. Falleció nomás, el 1º de junio, mes de Saramago y de Monsiváis también, mes de la tristeza y del invierno. Tiempo ideal para llorar poetas viejos, locos, geniales. Me quedé con las ganas de conocerlo. Pero me queda la esperanza de encontrarme alguna vez con sus libros, con su terca manera de forjar palabras. Desde este precario lugar me doy el lujo de dedicarle estas líneas, brevísimas, con vergüenza, a modo de homenaje. Gracias Maestro, Bustriazo, Ortiz, Juan Carlos, poeta de La Pampa, de la pampa argentina. Gracias. Y perdón.

Este libro es para tu boca

20

porque mentí desde los umbrales
porque este libro es para tu boca
mi tenida de luna en luna
mi arrimada de siesta en siesta
vos estaráste en él mi quejona
hasta saber que érate tuyo
porque este libro es para tu boca
él fuéme entero por los maíces
por las calandrias reventonas
por los caballos de alma dorada
por el silencio amoratado
porque este libro es para tu boca
miraráste en él talvezmente
por las lloviznas anacaradas
por el olor de las cotorras
por mi tazona que anda y súfrese
por los relámpagos soterrados
como toldo de cuero fuéme
mi cardenala más amarilla
porque este libro es para tu boca!

(Anochecer del 28 de mayo, Santa Rosa)
De: "Unca Bermeja" (1973)


Cuadragésima Segunda Palabra

HAYUNPANALDEBRUJASIENELAIRE!
UNNOSÉQUÉDECOSAREVENTONA
MARIPOSAORÁFAGAFLOREADA
CHISPORROTEARDELCIELODELATARDE
COMOELQUEMARSEDELACHILLADORA
COMOUNCLAMORDEHOJURADESBORDADA
LALENGUAYASEPONEDEESCARLATA
HAYUNPANALDEBRUJASENELAIRE

(Alighieri, lunes.)
de: Libro del Ghenpín (1977)

martes, 15 de junio de 2010

Entrevista a Alberto Laiseca IV


CLOACA: Usted logró construir una obra única, curiosa. En otras entrevistas ha dejado en claro que lo que más le interesa es que su obra persista, perdure a través del tiempo. ¿Cómo podemos asegurar la persistencia de la obra?

LAISECA: No se puede asegurar de ninguna manera. No. Lo único que te queda es orar. La sociedad siempre va a ser más fuerte que vos. Si la sociedad un buen día decide no leer más, y un poco es esa la amenaza, cagamos fuego. Vos podés hacer… no sé… vaca con San Antonio, que va a ser al pedo. Todo depende de la decisión del colectivo. No basta que vos seas genial, que tengas una obra única, porque además hay que leerla, porque si no la leen es lo mismo que la nada. Es como si hubieras escrito todas tus obras para una isla desierta. Estamos en la misma, ¿entendés? Espero que suceda algún milagro. Ahora los chicos juegan con Internet, los videos juegos, chatean al pedo con otros tarados igual que ellos que no saben ni sumar. Todos ellos no solamente no han leído un sólo libro sino que están orgullosos de no haberlo leído. “Yo no he leído ningún libro”. Orgullosos se los nota al hacer esa declaración estúpida y suicida. El otro día se hizo un estudio en Corea del Sur. Es muy interesante y vos dirás: pero Corea del Sur queda en la loma del culo. Ah, pero un momentito, nosotros también somos Corea del Sur, EEUU es Corea del Sur, y Rusia y China. El estudio que se hizo es entre chicos de doce y dieciséis años, un estudio serio, sustancioso. Los pibes que mejor manejaban Internet, que no eran hackers porque no les daba por ese lado, eran los que más baja nota tenían en el secundario. Es muy terrible eso. Fijate que esos chicos van a ser los futuros economistas de Corea del Sur, políticos, médicos, abogados y la mar en coche. El problema me parece muy serio. Como serio también me parece el abuso de las tarjetas de crédito. La reserva federal podrá hacer los mil y un trucos de magia, pero nos acercamos a un peligro cierto que puede llevarnos otra vez al domingo negro de Wall Street, porque se abusó del crédito. En de 1929 no fue un problema de producción, fue un problema de abuso del crédito y de especulación.

CLOACA: pero Internet ha hecho posible una comunicación que en otras épocas de la humanidad no era posible.

LAISECA: ¿Y para qué sirve esa comunicación? Sirve para que la gente no lea más. Hace unos cuantos años, doce o trece años, yo tuve un encuentro con este gran profesor matemático Manuel Sadosky. En un momento dado yo le discutí y el viejo se puso chinchudo. Me quedé mudo. Dijo: para qué sirve todo esto de la velocidad, autos que andan ciento ochenta kilómetros por hora para llegar a ningún lado. Había más comunicación entre la gente cuando los autos andaban a ochenta kilómetros por hora. Yo me callé la boca por respeto y porque de todas formas y para mi fuego íntimo llegué a la conclusión de que el profesor Sadosky estaba exagerando un poco. Fijate vos que ahora he llegado a la misma conclusión que él. Nada más que ahora no le puedo decir profesor, usted tenía razón, porque se murió, sino se lo diría. La verdad es que tenía razón. Hay que tener mucho cuidado con la tecnología. Yo que soy Tecnócrata se supone que tengo que amar la tecnología. Sí, pero la tecnología sin trascendencia no. La tecnología por tecnología misma, para distraernos, para chatear al pedo, para jueguitos electrónicos cada vez más eficientes, o para ganar más dinero, para hacer más negocios. Manejar dineros virtuales, eso no me gusta. Ahora bien, si vos me decís mirá que buena suerte Lai, estoy haciendo un trabajo histórico y en “la Internet” tengo todos los diarios, así que todos los días yo puedo registrar estos datos que necesito… Ahhhh, genial le digo yo, ojalá yo tuviera esa misma vaina en mi casa. Ahí sí, pero no para hacer cosas al pedo. ¿Te das cuenta? Es clarísimo.

miércoles, 9 de junio de 2010

La infundada sensibilidad de los carteros

A través del agujero de la cerradura pudo ver el zaguán, de unos tres metros de longitud, y sobre el final la puerta cancel. Detrás del cristal de la puerta cancel se adivinaba la figura de un hombre sentado a la mesa tomando mate.
El empleado del correo golpeó la puerta algunas veces, y volvió a husmear por el agujero de la cerradura que amablemente le permitía vislumbrar lo que ocurría adentro de esa porción de la casa. Vio que el hombre seguía tomando la infusión. La carta en la mano esperaba. El cartero golpeó con más fuerza, y al volver a mirar por el agujero de la cerradura vio que el hombre se había levantado y abría la puerta cancel. Entonces apartó el ojo y se irguió. Luego colocó ambas manos detrás de su cintura y dobló el cuerpo hacía atrás, desperezándose. Se enderezó, tomó la correa y giró el bolso que traía terciado a la espalda, justo cuando se abría la puerta. El hombre lo miró a los ojos:
–Buenas tardes.
–Buenas.
–Le traigo una carta.
–Léamela.
–¿Cómo dice, señor?
–Que me la lea. Soy ciego.
El cartero dudó por un instante. Dudó si el hombre no le estaría haciendo una broma; dudó en abrir el sobre y leer la carta. Pero ante el silencio y la seriedad que notó en el rostro del otro, abrió el sobre y leyó: "Isabel se murió. Lo siento. Carlos".
El hombre giró sin decir una palabra, caminó dos pasos hacia adentro del zaguán y con un golpe empujó la puerta, que se volvió a cerrar. El cartero oyó al instante el segundo portazo proveniente de la puerta cancel. Recordó que el hombre no había firmado la certificada, y que no podía volver al correo sin la firma. Entonces miró otra vez por el agujero de la cerradura, y vio que el ciego se sentaba a la mesa y se disponía a seguir tomando mate. El cartero vacilaba entre si debía volver a golpear la puerta o no. Desconocía quiénes eran Isabel y Carlos. Tampoco sabía si el ciego era realmente ciego ni si la muerte de la mujer lo había afectado en alguna medida.
La tarde comenzaba a vestirse de grises. Grises en la calle y en los árboles, grises bajando por las paredes. El cartero rozó apenas con sus nudillos la puerta de madera. Ahora había en sus golpes algo de timidez, de vergüenza, de sensaciones confusas, de no sabía qué. Quizás por respeto a Isabel, a su muerte. O a Carlos, que había escrito tan hermosa carta. O al ciego que estaba (o el cartero daba por supuesto que lo estaba) afligido hasta el llanto.
Cuando volvió a mirar por el agujero de la cerradura el hombre ya no estaba, al menos hasta donde él podía ver. Entonces se dio cuenta de que aún tenía la carta en la mano. La colocó dentro del sobre, lo dobló y lo pasó por debajo de la puerta. Luego garabateó una firma sobre la planilla y la guardó en el bolso.
Cuando se marchaba, casi llegando a la esquina, giró, aún confuso, y vio que una mujer golpeaba a la puerta de la casa del ciego. En seguida la puerta se abrió, y la mujer entró de un salto. La curiosidad lo impulsó a volver, y cuando miró por la cerradura vio que dentro del zaguán el ciego besaba apasionadamente a la mujer. Entonces se enderezó y contempló un rato el cielo que atardecía. Luego bajó la vista y pateó unas piedritas que había en la vereda y que le molestaban debajo de los zapatos. No supo en qué momento comenzó a pensar en Isabel, en el dolor de Isabel, en la muerte de Isabel, en sus ojos tristes cerrándose. Pensó en Isabel muerta y sola, sola como un ombú. Y en Carlos, que tuvo la amabilidad de avisarle al ciego, de escribirle esas líneas, sinceras, prolijas, y que había firmado claramente, sin apellido, porque no lo necesitaba para que el ciego supiera quién era el remitente. Y ahora el ciego besando a una mujer, tan pronto, tan apasionado, ahí adentro, antes de cruzar la puerta cancel, antes de, al menos, tener la amabilidad de convidar a la mujer con un mate y contarle que estaba triste por la muerte de Isabel.
El cartero volvió a espiar, y vio que ahora estaban del otro lado de la puerta cancel, y que el ciego desnudaba a la mujer, y que una lámpara encendida iluminaba apenas el ambiente. Cuando el ciego tomó por la cintura a la mujer, la levantó y la sentó sobre la mesa, el cartero comenzó a golpear la puerta. Pateaba, daba golpes con los puños, lloraba y gemía rabioso mientras pensaba en Isabel, convencido de que tenía que derribar la puerta para entrar e imponer al menos un poco de respeto.
L.P.

viernes, 21 de mayo de 2010

Entrevista a Alberto Laiseca III




CLOACA: En sus textos hay asuntos que se repiten. Uno de ellos es el manejo del poder. Parece, cuando uno lee su obra, que el peor ejercicio de poder es el ejercicio arbitrario, enfermizo: el poder hacer con el otro lo que sea.

LAISECA: Sí, es así. No me gusta ese poder. Me gusta la gente que se humaniza. Los Sorias, esa novela de mil cuatrocientas cincuenta páginas, trata, entre muchas otras cosas, sobre la humanización del dictador. El monitor comienza siendo tan malo como los otros jefes de estado: torturador, verdugo, omnipotente, despreciativo de los demás, de las opiniones ajenas, y termina siendo completamente humano sus últimos días. La humanización campea a lo largo de toda mi obra, no sólo en Los Sorias.

CLOACA: En alguna ocasión usted ha dicho ser un dictador frustrado: ¿Por qué?

LAISECA: Eso viene de Camilo Aldao, mi pueblo natal. Mi padre era un dictador conmigo. No era frustrado, era un dictador en serio, era Stalin. Entonces hay una amargura de estar siempre bajo la pata, de ser el último orejón del tarro, usted nunca tiene razón, usted está perfectamente equivocado. Eso te produce una suerte de complejo de inferioridad que rapidito se transforma en un complejo de superioridad. Ahora querés ser vos el dictador. El otro día estuve pensando lo siguiente: si se me presentara un hada mala, y me dijera: Ah che, vos querés ser dictador. ¡Te lo doy! Te nombro, por ejemplo, dictador de la Argentina. ¡Eh, hija de puta!, le diría yo, me nombras dictador porque sabés que me van a derrocar a los dos días, un golpe de estado, me asesinan. No, no, me dice el hada. Estás muy equivocado, yo no soy tramposa, yo cumplo, y agrega: no no no no, si alguien se quiere revelar tus fuerzas van a ser lo bastante poderosas como para hacerlos cagar en un minuto, los atentados contra vos no van a dar resultados, no no no no, estás equivocadísimo.
Claro, después descubro cuál es la trampa. Hay trampa. Una sola madre soltera que haya en la provincia de Santa Fe, un solo chiquito desnutrido que haya en Jujuy, yo no puedo dormir, me vuelvo loco de responsabilidad, ¿entendés? Todo está en mis manos. El resultado (y esto el hada maléfica sabía que me iba a pasar): me muero a los seis meses, o antes, pero me muero. Así que mejor que no me concedan eso. Es preferible seguir siendo un dictador frustrado.

domingo, 16 de mayo de 2010

La necesidad tiene cara de hereje

Allí, los siglos y el casi olvido. Detrás de la roca, de la tapia, de la tumba, había un silencio hecho piedra, una vasta desolación de tiempo y arena.
Allí, detrás del polvo y de la momia —más tarde la odiaron— hallaron el papiro. Con sedas de manos lo tomaron los arqueólogos, con pinceles de dedos lo extendieron luego sobre la mesa del laboratorio; con asombro de ojos comenzaron a comprender la escritura.
Sobre los primeros párrafos descubrieron (o leyeron) las formas de la construcción de todas las cosas que todavía no era ninguna, los pormenores sobre la construcción de unas pirámides invertidas y vueltas a invertir, un Amenhotep en Hiroshima, a siete Nefertitis desnudas sobre la proa de algo que era propiedad de Noé, un Akenatón hermafrodita prostituyéndose, un Tutankamón en Waterloo. Un Aleph como el de Borges pero vergonzante. A Dios descubrieron, el secreto de la creación y el no secreto de la destrucción divina o sin adivinar; a unos gatos extraños cazando palomas en bosques de Palermo.
Pero ocurrió que también allí, en medio de un espasmo de entusiasmo, los arqueólogos y científicos no descubrieron nada más, porque una mancha oscura hacía imposible la lectura de los jeroglíficos, desbarataba los signos, las ilusiones. Dos segundos más tarde supieron que la mancha era de mierda y que la momia tenía las vendas abiertas debajo de la espalda.
L.P.

martes, 11 de mayo de 2010

Entrevista a Alberto Laiseca II

CLOACA: . ¿Qué es el realismo delirante?

LAISECA: Oscar Wilde decía que usaba tantas paradojas porque le gustaba ver a la verdad en la cuerda floja. Yo no uso paradojas como Wilde. Lo que sí uso es el delirio, la exageración. Esas distorsiones, esas mismas exageraciones me permiten observar a la realidad en la cuerda floja, ver cómo funciona lo real mediante el delirio, cuando hacemos caminar la realidad por encima del delirio. Realismo delirante o delirio realista. Nunca pierdo de vista la realidad, que me interesa muchísimo. Sin realidad no hay trascendencia. Nunca se debe perder eso.

viernes, 7 de mayo de 2010

Estúpida muerte de Sherlock Holmes

El escritor Conan Doyle, harto, comprendió que era hora de dar un paseo. Se levantó de la silla, quitó la hoja de la máquina de escribir y la guardó en un bolsillo del saco. Salió a la calle. El sol le cayó de lleno sobre los lentes. Alguien lo llamó justo cuando pisaba la calle. Giró.
El conductor no reparó en el hecho de que acababa de matar a dos personas al mismo tiempo. Hallaron a un solo hombre debajo de las ruedas.
Nadie supo, jamás, de la hoja en el bolsillo.
L.P

sábado, 1 de mayo de 2010

Entrevista a Alberto Laiseca

Ahora, recién, buscando en esos archivos aquellas cosas que hace rato dejamos de buscar, encontré la entrevista que le hicimos con Sir Aiod Silver a Alberto Laiseca. Debe hacer de esto unos siete u ocho años, si no más. Fue la primera y última vez que entrevisté a un escritor consagrado. Fuimos, miramos un poco: un departamento pequeño, color nicotina. Dos de las cuatro paredes con estantes repletos de libros, todos forrados con papel blanco. Una mesa, dos gatos, ceniceros por doquier.
Nos pareció raro estar delante de un escritor consagrado, nos pareció muy bueno estar delante de un escritor consagrado.
Dicha entrevista iba a ser publicada en una revista literaria que estuvo a punto de fundarse y nunca se fundó (tal vez condenada por la utopía). La idea surgió de un grupo de (perdón al idioma, el asesino se llama Neologismo) “internautas” que habíamos formado una mínima comunidad dentro de la web. El sitio se llamaba La Cloaca. La revista se hubiera llamado La Cloa. Pero ocurrió lo que todos sabíamos que iba a ocurrir: volvimos de la entrevista, edité, corregí más o menos y jamás, ¡pero jamás, eh!, se volvió a hablar de la revista. El material quedó archivado a la espera de, al parecer, este momento. Por respeto a Laiseca, porque siempre lo que dice un gran escritor es un material invalorable, es que publicaré la entrevista en el blog. Una pregunta-respuesta por semana. Despacio, mechado, paciencia. Eso: no se amontonen.


Alberto Laiseca nació en Rosario en 1941. Trabajó en diferentes oficios en distintas provincias. Fue durante seis años empleado telefónico y durante otros diez corrector de pruebas en el diario La Razón. Desde hace algunos años es asesor de la editorial Letra Buena. Ha publicado las novelas Su turno para morir (1976), Aventuras de un novelista atonal (1982), La hija de Kheops (1989), La mujer en la muralla (1990) y El jardín de las máquinas parlantes (1993), los relatos de Matando enanos a garrotazos (1982), el ensayo Por favor ¡plágienme! (1991) y los Poemas chinos (1987). Pero bastante antes de publicar su primer libro, Alberto Laiseca ya estaba trabajando en lo que se convertiría en su mítico hijo literario: Los Soria, una monumental saga novelística de mil quinientas páginas que intenta «reflexionar sobre el poder absoluto y la posibilidad de organizarlo de un modo más humanizado», según Laiseca. Finalmente, dieciséis años después de terminada, Los Soria fue publicada en 1998.


CLOACA: ¿Qué significa ser excéntrico en literatura? ¿Existe un centro en la literatura argentina?

LAISECA: mirá, yo no sé demasiado de centro, ni de cosas. Supongo que la palabra excéntrico, quiero pensar, está utilizada a la manera británica (se ríe). Mirá, en el siglo pasado había en Londres un club exclusivo para gente excéntrica. No eran locos, eran excéntricos. Todos los santos días de Dios venía un tipo muy rico (ahí solo podría entrar gente de mucha guita). Era un señor muy bien que usaba unos zapatos que valían tanto como una casa. Se sentaba en ese club y el mozo ya sabía lo que le tenía que traer, y le traía no sé si medio o un kilo, creo que un kilo de helado de chocolate y, ponele, sambayón, que eran sus gustos predilectos. Invierno y verano, durante 28 años, todos los días, hasta que se murió y por lo tanto dejó de pertenecer al club. Al helado se lo ponía en el interior de los zapatos, se los volvía a calzar con el helado adentro, naturalmente, y se iba. (Risas). No era loco, era excéntrico. Bueno, se sale de lo normal ese señor. Yo siempre he dicho, no me gusta opinar de los otros, pero sin duda mi escritura, mis ideas, mis imágenes, son exageradas. Por eso soy el inventor del realismo delirante. Pero siempre he sostenido que lo que no es exagerado no vive. Así que, tal vez, eso explique mi excentricidad. Si algo obtuve en la vida fue precisamente gracias a mis exageraciones. Cada vez que fui prudente, prudente sobre todo, me fue para la mierda. Lo poco que obtuve, o mucho, como quieras llamarlo, lo obtuve gracias a mis imprudencias. No sé qué opinar de otro, no sé qué podría ser normal o anormal, no sé….

sábado, 17 de abril de 2010

Cuidado con el perro

Volvió sobre sus pasos (pasos sus sobre volvió). Le importó una mierda la mirada del muerto (qué menos se podía esperar, el muerto era alguien al que él no quería demasiado). Lo que sí le importaba era que el muerto tenía en la mano la correa del perro. Con esfuerzo le abrió el puño apretado y le soltó la correa que, ¿casualidad?, en el otro extremo tenía sujeto al perro. El animal tuvo tiempo de lamerle dos veces la cara al muerto. En el tercer intento quedó la lengua suspendida en el aire porque el asesino lo arrastraba tras de sí. Salieron a la calle. El perro, obligado, seguía al muerto…. perdón: al asesino (ya dije que el muerto se había quedado adentro, o no lo dije, pero se sobreentiende). Lo cierto es que el perro salió con el asesino sujeto por la correa, o viceversa, y el muerto se quedó quieto adentro, sin la correa y sin el perro. “La culpa, querido perro, no es tuya, sino de quien te da de comer”, dijo el asesino. El sabueso asintió con apenas un movimiento de la cola, resignado: “wau” dijo, porque era lo único que sabía decir.
L.P

viernes, 26 de marzo de 2010

El "equilibrador"

Yo soy el mago, el maldito hacedor de tragedias. Debería haber comenzado como en los cuentos de niños: había una vez un mago. Pero esto es serio, esto es triste y trágico y nada tiene de infantil ni bueno. Soy un mago (eso ya es de niños) soy un mago malo (peor aún). Digamos de una vez por todas que soy un tipo que pone orden, que… No importa. Digamos que soy un mago para equilibrar la magia, eso: un "equilibrador”. Tanta podredumbre, tantos conejos en la galera, tantas flores detrás de las orejas, tantas cartas marcadas, tanto Harry Potter, tantas mentiras… este mundo da asco. Yo equilibro la magia. Y mato al conejo, cambio la carta, marchito las flores. Yo hago que cupido yerre el flechazo, que el gobierno olvide su discurso. Yo empujé al vacío la piedra movediza y escondí al tigre para que no vuelva a aparecer; y demás. Pero en el fondo soy un buen tipo. Imaginen si la magia fuera pura, si la magia fuera tan eficiente como el día, como el aire, si no concibiera la magia el factor error. Eso pienso. Cuando vemos un mago esperamos que se equivoque; al menos yo, de niño, eso quería: que se le vea el truco, que el puto conejo no salte tan estúpido de la galera o que la paloma se muera de una vez por todas y que los niños lloren y se arme el alboroto. Pero no… toda esa mentira tan creíble, tan al alcance de las pobres mentes, de los crédulos y faltos de suspicacia. Ahora soy el mago "equilibrador". A mí me deben la luz de sus mentes, la revelación del todo.
Ahora vean, pasen y vean las tragedias del mundo, a mí me lo deben. No culpen a su Dios, cúlpenme a mí. ¿O es que a Dios le han negado los disfraces?

L.P.

La felicidad del muerto

Supo que tarde o temprano un plomo de bala laceraría sus carnes. No como una premonición nacida de un mal sueño, más bien como una irrefutable realidad. Defecó ese castigo de darse cuenta de que lo que no podía negar era lo que debía asentir. Así, agachado, la pampa era infinita: un plano desecho de polvo y yuyos, un ñandú de cenizas, un grito de tierra que se tragó la tierra y algún caballo que se tragó el grito. El vómito de un fusil le hizo tomar la lanza, le hizo olvidar en ese segundo de la soberbia del acto que estaba cometiendo. Otro disparo tuvo el mismo objetivo de desestabilización. Pero él mantuvo el equilibrio, mantuvo la postura torcida sobre las rodillas, la fuerza en la garganta, las vestimentas sobre el empeine de los pies.
A su lado remolineaba la muerte como un gusano de polvo, gritaba la vida su grito final y caían, con un agujero en la espalda, muertos antes de tocar el suelo, los confundidos partícipes de una batalla injusta. Entonces fue eso: darse cuenta de que tarde o temprano la muerte laceraría sus carnes. Ahora sí como algo vivo, como un tropel de caballos y fuego que se le vendrían encima, que no le darían tiempo de tomar la lanza, de cubrir su parcial desnudes, de esconder su sexo y mostrar su secreto sobre el polvo. Apretó los ojos, la fuerza en la garganta, ya las moscas sobre el excremento.
Olvidó un último suspiro detrás de las matas que lo cubrían, dejó su sello de siglos sobre la tierra blanca, dejó su último acto de felicidad y cayó, muerto de un tiro en la espalda, antes de que llegaran los caballos.


L.P.

lunes, 22 de febrero de 2010

El favor

En un abrir y cerrar de ojos esa verdad estaba ahí, frente a mí, como en un espejo. Y fue precisamente eso: entrar en el baño de aquel bar y ver la verdad sobre un cristal mugriento.
Muchas veces había imaginado encontrar una verdad en alguna polvorienta parada de colectivo, en cualquier sueño o en cualquiera de las cuatro esquinas del cruce de las calles Soler y Belgrano. Ni remotamente imaginé encontrarla ahí, en ese bar de mala muerte donde un puñado de escritores fracasados se juntaba cada tarde a defender textos indefendibles. Uno de esos escritores era yo.
Recuerdo que entré al baño con la hoja en la mano, quizás pensando en releer el cuento que había escrito y que en unos minutos debería exponer lo más intelectualmente posible.
Diré lo siguiente: existe algo infundado entre las cuatro paredes de un baño, algo de morbosa soledad que me permite ser tan íntimo como un secreto. Es como que busco cosas en esa intimidad, cositas que no podría buscar donde otros me vieran o donde no estuviera demasiado solo. Así y todo nunca había recibido, hasta entonces y de ningún modo, cualquier tipo de revelación: ni los secretos de la felicidad, o la desdicha, ni la simple visión de un ejercicio bien hecho. Jamás vi ni hallé el Aleph, ni un posible número ganador de lotería ni un cartel significativo como el que vio el Negro Fontanarrosa y que le mostró, del modo más austero, el secreto de cómo atrapar a un lector. Tampoco descubrí ninguna frase bien escrita, ninguna imagen perfecta, ni un corpiño, ni una mujer sin corpiños. Absolutamente nada grandioso había visto en ningún baño de ningún bar. Pero no me dejaba vencer por entonces, y buscaba.
Este baño era más de lo mismo: un espacio con formas de azulejos en las paredes; un cielo raso de yeso varias veces pintado; una mesadita con una sola pileta; verticales mármoles separando los megitorios y enfrente dos puertitas de madera por donde se accedía a los inodoros. Recuerdo que cierto pudor me obligaba a orinar en los inodoros en vez de hacerlo en los mingitorios, y nombrar la palabra recuerdo es simplemente retraerme a aquella tarde cuando descubrí la verdad. Por eso: recuerdo que dejé la hoja con el cuento sobre la mesadita, la olvidé por un segundo, apoyé las manos en el mármol y acerqué la cara al espejo, torcí la boca, me vi una legaña o una pestaña caída sobre el mentón. Luego me metí a orinar y cerré la puerta. Busqué no sé qué cosas escritas, no sé qué frase o metáfora. Algo busqué en los azulejos azules o celestes, en el depósito de agua ahí arriba, con esa cadenita oxidada con el plastiquito en la punta. Busqué en cada rincón no sé qué cosa. Luego lo supe —siempre lo supe, pero a veces me costaba reconocerlo—: la verdad; como si la verdad fuera algo escondido detrás de un inodoro, o detrás del lápiz estúpido de un adolescente que amaba (o ama) a una atorranta de barrio o a una modelo. Y es que me ganaba la bronca porque no encontraba, y comenzaba a pensar con enojo, como que el pibe era un tarado y que la pendeja era una tilinga. Esas cosas. Luego oí la puerta de entrada golpear contra la pared. Para entonces yo ya me había subido el cierre, casi giraba y salía. Pero ya tenía la bronca, y no quería encontrarme con el tipo en ese baño, con ningún tipo. Así que aguanté un rato más, sólo un rato más. Es como que la suerte… sí, esa especie de suerte estuvo ahí, en ese exacto segundo. Es como que al fin la verdad, o la revelación de todo, estuvo y me retuvo y me obligó a oír sobre la puerta, y sentir que el hombre se lavaba las manos, que el hombre empujaba la otra puerta buscando el otro inodoro, que el hombre volvía a salir, y volvía a entrar, y volcaba la tapa del inodoro y el jean que se bajaba, y el quejido gozoso de ese principio. Salí en ese momento, me vi salir en el espejo y ya no pude quitarme la vista de encima. Todo lo hice sin sacarme los ojos de mis ojos: empujé la puerta, caminé dos pasos, abrí la canilla, restregué las manos bajo el agua, las escurrí y me las pasé por el pelo. Cuando oí que el hombre tiraba de la cadena, fue como volver a vivir, y me enojé aún más porque esa estupidez de haberme quedado en esa forma de duermevela me obligaba ahora a cruzarme con el tipo. Me dijo un buenas tardes melancólico, casi un suspiro o una obligación, y salió. Evité verlo. Recuerdo que busqué el cuento que había dejado sobre la mesada, y la hoja ya no estaba. Comprendí: el hombre había entrado y había salido, y había vuelto a entrar. Comprendí: la verdad de mi vida, al menos de mi utópica vida de escritor, estaba ahí sobre el espejo, viéndome como a un perro lastimado, con esos ojos de compasión ajena, de lástima, de pobre animalito de Dios, pobre criaturita buscadora de verdades, pobre perro de felpudo. Afuera estarían ellos esperándome, esperando que el perro de mi verdad saliera a defender lo indefendible, sin sospechar siquiera que lo indefendible era ahora un pedazo de papel en un correr de cloacas. De alguna extraña manera me sentí feliz. Al menos esa verdad me fue revelada sin penas ni glorias, y mientras el perro feliz del espejo me mostraba los dientes, yo lamenté no haberle dado las gracias al tipo, aunque sea haberle visto la cara, aunque sea haberle respondido el saludo… algo.

L.P.

viernes, 19 de febrero de 2010

Un segundo en un siglo

El hombre dejó que la roca lo sostenga y que las pieles lo cubran. Observó la verticalidad de los objetos como la piedra-mesa o la piedra-televisor, quizás sospechando cierta ambigua estupidez natural. Luego sus ojos de acostumbraron a la posición y a la rigidez, a la abertura enorme de la caverna que dejaba entrar el olor del bosque; se fue acostumbrando a la ventana sin cortinas ni sol, al somier al que ya le sobraba un lado y dos patas, al animal que había matado en vano y al tapado de piel que colgaba del perchero, inútiles ambos objetos como así fundadas sus ganas de llorar.

La mujer no pensó en el garrote de otrora, ni en las promesas de entonces. Dejó que el hombre se durmiera y entró en la caverna, buscó lo que en aquellos años no tenía y colocó cuatro prendas y un par de zapatillas en un bolso de lona. Por algún extraño motivo sintió temor de caminar por la montaña y el bosque a esa hora del atardecer donde los animales (o los hombres) son peligrosos, pero de todas formas cerró la puerta y se alejó por la avenida repleta de automóviles y cirujas.

Algo se movió entonces, apenas, como un segundo. Cuando la mujer se perdió tras las rocas-edificios y cerró la puerta, él sintió ese movimiento en los ojos: un torrente de lluvia, una descomposición carnal. Se levantó deprisa, tomó el garrote sólo para volver a resignarlo contra la pared de la caverna, se rascó los cabellos enmarañados, amasó la barba hacia abajo, dejó tiesos los ojos y se dio cuenta de lo sucedido. En esa furia se arrancó las pieles que llevaba encima y se arrojó al suelo boca abajo, tragó el polvo y pateó el suelo. Luego giró, miró la roca del techo, el cielorraso de yeso, la lámpara, un cuadro en la pared, la puerta que acababa de cerrarse. Se arrojó sobre la cama, tembloroso, y se dejó rodar hasta caer sobre la alfombra; respiró pelusas. Algo se movió entonces en los ojos, apenas, como un segundo, como un siglo, como miles de siglos… y el hombre inventó el tiempo, el dolor, la tristeza, la bronca, el abandono y la lágrima. Sobre todo eso: la lágrima. O el desamor.

L.P

jueves, 18 de febrero de 2010

Ella estaba muerta

Ella estaba muerta. Esteban lo supo después de haber llegado a su casa, hasta de abrir la puerta y ver a Beatriz recostada en el sillón mirando la novela de las cuatro de la tarde. Lo supo, incluso, mucho después de bañarse y ponerse el pijama y acostarse a leer un libro sin haber comido siquiera su adorable manzana nocturna. También lo supo luego de haber intentado disuadirla de que la discusión que habían tenido por la mañana era absurda, hasta “parecemos dos tarados”, había dicho. Lo supo tan perezosamente que le habló por veinte minutos o más, hasta sentirse humillado de silencio y desinterés y respuestas mudas. Pero claro, ella estaba muerta, y él no lo supo hasta luego de haber leído veintisiete hojas de la novela y de que sus párpados comenzaran a caérsele y en esa duermevela darse vuelta y ver el lado vacío de la cama cuando ya eran las dos de la madrugada y en el baño goteaba una canilla (me permito postergar el signo: la coma es el verdugo de la celeridad) incansablemente. Y lo supo luego de levantarse y bajar las escaleras y girar por el pasillo y encontrar a Beatriz en la misma posición en que la había dejado por la mañana, tendida en el sillón con medio puñal asomándole del pecho.

L.P

martes, 16 de febrero de 2010

La inocente

Bajó del taxi. Atravesó, corriendo, la plaza San Martín, el parque de la Catedral. De una tienda robó un traje y se disfrazó de osa. Luego se ocultó detrás de un travesti que halló en una esquina. Otro taxi, un ómnibus, una mirada oblicua. Aún asustada, creyó que había logrado escapar. Abrió la puerta de un golpe. Su marido preparaba la comida. Sin siquiera darse vuelta para verla esa última vez, él le dijo:
— Te llegó el correo que tantos esperabas.
Ella vio la caja sobre la mesa.
—Al fin… — pensó mientras recuperaba el aliento.
Cuando abrió el paquete no tuvo tiempo de creer lo que vieron sus ojos. Cayó muerta.-
L.P.