viernes, 26 de marzo de 2010

El "equilibrador"

Yo soy el mago, el maldito hacedor de tragedias. Debería haber comenzado como en los cuentos de niños: había una vez un mago. Pero esto es serio, esto es triste y trágico y nada tiene de infantil ni bueno. Soy un mago (eso ya es de niños) soy un mago malo (peor aún). Digamos de una vez por todas que soy un tipo que pone orden, que… No importa. Digamos que soy un mago para equilibrar la magia, eso: un "equilibrador”. Tanta podredumbre, tantos conejos en la galera, tantas flores detrás de las orejas, tantas cartas marcadas, tanto Harry Potter, tantas mentiras… este mundo da asco. Yo equilibro la magia. Y mato al conejo, cambio la carta, marchito las flores. Yo hago que cupido yerre el flechazo, que el gobierno olvide su discurso. Yo empujé al vacío la piedra movediza y escondí al tigre para que no vuelva a aparecer; y demás. Pero en el fondo soy un buen tipo. Imaginen si la magia fuera pura, si la magia fuera tan eficiente como el día, como el aire, si no concibiera la magia el factor error. Eso pienso. Cuando vemos un mago esperamos que se equivoque; al menos yo, de niño, eso quería: que se le vea el truco, que el puto conejo no salte tan estúpido de la galera o que la paloma se muera de una vez por todas y que los niños lloren y se arme el alboroto. Pero no… toda esa mentira tan creíble, tan al alcance de las pobres mentes, de los crédulos y faltos de suspicacia. Ahora soy el mago "equilibrador". A mí me deben la luz de sus mentes, la revelación del todo.
Ahora vean, pasen y vean las tragedias del mundo, a mí me lo deben. No culpen a su Dios, cúlpenme a mí. ¿O es que a Dios le han negado los disfraces?

L.P.

La felicidad del muerto

Supo que tarde o temprano un plomo de bala laceraría sus carnes. No como una premonición nacida de un mal sueño, más bien como una irrefutable realidad. Defecó ese castigo de darse cuenta de que lo que no podía negar era lo que debía asentir. Así, agachado, la pampa era infinita: un plano desecho de polvo y yuyos, un ñandú de cenizas, un grito de tierra que se tragó la tierra y algún caballo que se tragó el grito. El vómito de un fusil le hizo tomar la lanza, le hizo olvidar en ese segundo de la soberbia del acto que estaba cometiendo. Otro disparo tuvo el mismo objetivo de desestabilización. Pero él mantuvo el equilibrio, mantuvo la postura torcida sobre las rodillas, la fuerza en la garganta, las vestimentas sobre el empeine de los pies.
A su lado remolineaba la muerte como un gusano de polvo, gritaba la vida su grito final y caían, con un agujero en la espalda, muertos antes de tocar el suelo, los confundidos partícipes de una batalla injusta. Entonces fue eso: darse cuenta de que tarde o temprano la muerte laceraría sus carnes. Ahora sí como algo vivo, como un tropel de caballos y fuego que se le vendrían encima, que no le darían tiempo de tomar la lanza, de cubrir su parcial desnudes, de esconder su sexo y mostrar su secreto sobre el polvo. Apretó los ojos, la fuerza en la garganta, ya las moscas sobre el excremento.
Olvidó un último suspiro detrás de las matas que lo cubrían, dejó su sello de siglos sobre la tierra blanca, dejó su último acto de felicidad y cayó, muerto de un tiro en la espalda, antes de que llegaran los caballos.


L.P.