jueves, 16 de diciembre de 2010

La línea recta





Carlos hablaba de silencios. Silencios como piedras en la pared de la habitación, silencios como escupidas en el rostro. El sillón lo sostenía como a un borracho: las manos cayendo por los lados de los apoya brazos, las piernas estiradas sobre la alfombra, la cabeza inclinada hacia atrás. Carlos no hablaba de silencios, ni los imaginaba: los oía, reales, llegando desde la habitación superior de la casa, bajando las escaleras. Silencios de murmullos entrecortados, de mordidas, de placer. Levantó una mano, y una gota de whisky le corrió por la manga de la camisa. Recordó que debía mantener la horizontalidad del vaso. Bebió y tragó más allá del nudo en la garganta. Su mirada no pretendía un enfoque certero, y cerraba los ojos largamente hasta volver a ver el living dibujado sobre sus párpados. Recordó que una vez tuvo una pesadilla: estaba en la oficina abstraído en unos presupuestos, y de reojo veía que alguien estaba parado a su lado. En un momento levantó la vista y allí estaba Carmen, vertical, con sus enormes ojos abiertos, y muerta. Más allá, de espaldas, había un muchacho recogiendo unos sobres que estaban sobre el mostrador. Carlos quiso gritar en el momento que el joven comenzaba a morirse, porque sin siquiera sospecharlo el chico estaba en el camino de la muerte, en la línea recta e imperturbable que seguía la muerte aquella tarde. Despertó con el grito vivo en la habitación. Desde entonces Carlos creía que la muerte seguía una línea recta, y que morirse era cuestión de estar dos centímetros más allá.
Ahora habría los ojos de vez en cuando y volvía a paladear el whisky, y giraba la cabeza estúpidamente para luego sonreír y sospechar que no tendría tanta suerte aquella tarde, que no tendría él la suerte de estar en el camino de la muerte en ese momento. Un solo tic-tac marcó las diecisiete. Pensó en que el tiempo suele ser enemigo de los hombres. Haber salido antes de la oficina fue su tiempo y su desgracia, y fue también la causante que lo obligaba ahora a escuchar silencios que bajaban por las escaleras, por la misma escalera que llevaba hacia la habitación, la misma escalera que habría pisado el amante para llegar hasta la mujer que lo esperaba. Ahora un quejido, ahora otra mordida. Carlos oía esos silencios y el suyo, y murmuraba entre dientes, maldecía y buscaba el camino. Imaginaba a la muerte entrando por la ventana, pasando por encima de la mesa, de las sillas, del gato ahora vivo, ahora muerto. La imaginaba subiendo la escalera, palpando la baranda, tiñendo de neblina el pasamano de madera. Olvidó el vaso sobre la alfombra. Entrelazó los dedos y apoyó las palmas de las manos sobre la cabeza. Logró divisar a través de la ventana un grupo de gorriones alborotados, y reflexionó que esa imagen era su pasaporte a la realidad como así también lo sería, un segundo más tarde, el revólver en su pulso. Y en esa realidad siguió escuchando silencios bajando escalones, y siguió recordando pesadillas, y cayó en la cuenta de que la puerta de la habitación estaba ahí arriba, en el camino correcto, ni dos centímetros más allá.

L.P.