martes, 29 de junio de 2010

Sobre canarios

Carlos detestaba ese olor de hospital público, de pasillos, de las salas de esperas, como así también ese tiempo detenido en esos lugares, esa cosa con sabor a eternidad. Apoyado en la pared, solo, las manos juntas detrás en la espalda, vio que el otro entraba por la puerta de dos hojas que daba a la calle sin saludar, siquiera de mala gana, a las dos mujeres que trapeaban el piso.
—Al fin — dijo Carlos.
—Bueno, no empieces con ironías— respondió el otro, y agregó: —qué le pasó a mamá.
Recién entonces Carlos despegó los ojos de los del otro y miró el cielorraso. No pareció sobresaltarse cuando una mujer le pidió permiso para pasar con una camilla repleta de toallas.
—Me vas a decir o le pregunto a la enfermera.
— Si querés preguntale, si querés esperá. O te crees que la vida es así de fácil, que las respuestas están ahí, al alcance de la mano.
— Ya te dije que no empieces. No tengo mucho tiempo, estoy laburando.
— Claro, ahora le llaman laburo a eso que hacés— Carlos bajó la vista del cielorraso y lo miró a la cara. Buscó un punto en la cara del otro y fijó la vista, sin verle los ojos.
— Yo trabajo en lo que quiero. Me pagan por hacerlo. Pero claro, estoy hablando con el ejecutivo.
— No. Estás hablando con un tipo que se buscó un futuro más o menos aceptable mientras vos te la pasabas boludeando con tus amigos — dijo Carlos mientras ahora giraba el cuerpo para ponerse de frente a la puerta de terapia intensiva. El otro sacó un atado de cigarrillos. Carlos lo petrificó con la mirada. Iba a decir algo, pero lo distrajo una sombra que se movió detrás de la puerta. Ambos se percataron de ese movimiento y ambos amagaron a caminar hacia la allí cuando la sombra pareció arrepentirse, giró y se perdió detrás del vidrio opaco.
— La puta— murmuró el otro. Volvió a esconder el atado de cigarrillos en el bolsillo de la camisa. Luego agregó: — Decime de una vez por todas qué le pasó a mamá.
— Te estuve llamando dos horas para decirte qué le pasó. ¿No te lo dijo tu secretaria?
— No seas gil, dijo el otro.
— Es que no sé como se les llama en las remiseras.
— Claro. Yo a las de ustedes las llamo putas caras.

Carlos sonrió, pero no quiso mostrarle la sonrisa al otro. El otro giró y enfrentó un pasillo. Carlos oyó los pasos que se alejaban como si alguien bajara el volumen. Más tarde un murmullo. Sospechó que el otro hablaba con una enfermera. Al rato regresó:
—Qué te dijo-, masculló Carlos mientras golpeaba el piso con la punta del zapato, como si estuviera siguiendo el ritmo de una canción.
—Lo que ya sabés— dijo el otro—Todo es una mierda— agregó.
— Y eso que lo decís vos, que siempre te cagaste en todo.
— Eso es lo que vos crees. La vida es pura mierda, hombre de negocios.
— La vida es lo que vos querés que sea— dijo Carlos y frunció los labios, arrepentido de haber dicho algo tan estúpido.
— Claro, mirá que fácil. Te vas de casa a estudiar esa bosta que estudiaste, te casás con la minita con plata, vivís rodeado de trajes caros. No te olvides que yo me quedé...
— Porque quisiste
— Sí, claro, y que lo haya querido quiere decir haber estado ahí…
— A ver con qué me salís ahora.
— Que yo estaba en casa, que yo le daba de comer a los canarios.
— Claro, y eso que tiene que ver. Yo pago la mutual, y ahora mamá va a ir a un centro privado gracias a que yo pago la mutual—. Carlos recordó en donde estaba, miró para todos lados y bajo la voz, que ahora era un susurro. — Yo pago la mutual…
— ¿Ves? Hablás de plata, ¿no? Lo interrumpió el otro.
— Hablo de realidades.
— Cagamos. La realidad de la plata. Yo le di de comer a los canarios, y vos no me pagaste el alpiste.
— No seas boludo, yo no estaba porque estaba tratando de ser un hombre...
— ¿Ambicioso?
— Un hombre exitoso, no un vago como vos.
— Si, claro. Comparado con un buen auto yo no valgo nada. Papá se murió y eso también vale menos que un auto.
Carlos giró los ojos. Buscó una respuesta acertada.
—Papá se murió hace menos de un año… — siguió el otro. Respiró profundamente y agregó — la vieja con la cadera rota. Todo es una mierda.
— Siempre lo mismo con vos, siempre con esas cosas.
— Ajá, y vos siempre con tus reclamos estúpidos. Vos pagarás la mutual, yo pagué el alpiste de los canarios. Estamos a mano.
— No me vengas con eso. Seguís con el mismo discurso de hace diez años.
— Ahora que me hacés acordar, ¡cómo pasa el tiempo! Cuanto costarán diez años de alpiste. Ponele a cien gramos diarios.
Carlos pensó en canarios entonces, en como sería eso de darle alpiste a los canarios. Suspiró y volvió a mirar el cielorraso. También ahora buscaba una respuesta acertada, pero la sirena de una ambulancia lo obligó a callar.
—Todo es una mierda— seguía el otro, pero Carlos no lo escuchaba.

L.P.

miércoles, 23 de junio de 2010

Chau, Maestro




Juan Carlos Bustriazo Ortiz, ese es el nombre. Una vez leí un poema suyo en una revista cultural. El poema que pegaré abajo. Ahí comenzó mi búsqueda. No conseguí ni uno solo libro suyo. Ochenta libros escritos, muy pocos publicados. Parece mentira, pero no existe en Buenos Aires una librería que tenga un libro de este autor, al menos hasta donde sé. Otro de los genios invalorados de mi país y del mundo. Otro gran poeta escondido en La Pampa. Para colmo la pampa argentina es grande. Esconde poetas de pura cepa la pampa argentina. Cuando leí aquel poema me dije: tengo que conocer a este hombre, me voy a conocerlo en cualquier momento. De esto hará unos cuatro, cinco años. Y cualquier momento suele ser, en la mayoría de los casos, nunca. Esos caprichos de los días. Falleció nomás, el 1º de junio, mes de Saramago y de Monsiváis también, mes de la tristeza y del invierno. Tiempo ideal para llorar poetas viejos, locos, geniales. Me quedé con las ganas de conocerlo. Pero me queda la esperanza de encontrarme alguna vez con sus libros, con su terca manera de forjar palabras. Desde este precario lugar me doy el lujo de dedicarle estas líneas, brevísimas, con vergüenza, a modo de homenaje. Gracias Maestro, Bustriazo, Ortiz, Juan Carlos, poeta de La Pampa, de la pampa argentina. Gracias. Y perdón.

Este libro es para tu boca

20

porque mentí desde los umbrales
porque este libro es para tu boca
mi tenida de luna en luna
mi arrimada de siesta en siesta
vos estaráste en él mi quejona
hasta saber que érate tuyo
porque este libro es para tu boca
él fuéme entero por los maíces
por las calandrias reventonas
por los caballos de alma dorada
por el silencio amoratado
porque este libro es para tu boca
miraráste en él talvezmente
por las lloviznas anacaradas
por el olor de las cotorras
por mi tazona que anda y súfrese
por los relámpagos soterrados
como toldo de cuero fuéme
mi cardenala más amarilla
porque este libro es para tu boca!

(Anochecer del 28 de mayo, Santa Rosa)
De: "Unca Bermeja" (1973)


Cuadragésima Segunda Palabra

HAYUNPANALDEBRUJASIENELAIRE!
UNNOSÉQUÉDECOSAREVENTONA
MARIPOSAORÁFAGAFLOREADA
CHISPORROTEARDELCIELODELATARDE
COMOELQUEMARSEDELACHILLADORA
COMOUNCLAMORDEHOJURADESBORDADA
LALENGUAYASEPONEDEESCARLATA
HAYUNPANALDEBRUJASENELAIRE

(Alighieri, lunes.)
de: Libro del Ghenpín (1977)

martes, 15 de junio de 2010

Entrevista a Alberto Laiseca IV


CLOACA: Usted logró construir una obra única, curiosa. En otras entrevistas ha dejado en claro que lo que más le interesa es que su obra persista, perdure a través del tiempo. ¿Cómo podemos asegurar la persistencia de la obra?

LAISECA: No se puede asegurar de ninguna manera. No. Lo único que te queda es orar. La sociedad siempre va a ser más fuerte que vos. Si la sociedad un buen día decide no leer más, y un poco es esa la amenaza, cagamos fuego. Vos podés hacer… no sé… vaca con San Antonio, que va a ser al pedo. Todo depende de la decisión del colectivo. No basta que vos seas genial, que tengas una obra única, porque además hay que leerla, porque si no la leen es lo mismo que la nada. Es como si hubieras escrito todas tus obras para una isla desierta. Estamos en la misma, ¿entendés? Espero que suceda algún milagro. Ahora los chicos juegan con Internet, los videos juegos, chatean al pedo con otros tarados igual que ellos que no saben ni sumar. Todos ellos no solamente no han leído un sólo libro sino que están orgullosos de no haberlo leído. “Yo no he leído ningún libro”. Orgullosos se los nota al hacer esa declaración estúpida y suicida. El otro día se hizo un estudio en Corea del Sur. Es muy interesante y vos dirás: pero Corea del Sur queda en la loma del culo. Ah, pero un momentito, nosotros también somos Corea del Sur, EEUU es Corea del Sur, y Rusia y China. El estudio que se hizo es entre chicos de doce y dieciséis años, un estudio serio, sustancioso. Los pibes que mejor manejaban Internet, que no eran hackers porque no les daba por ese lado, eran los que más baja nota tenían en el secundario. Es muy terrible eso. Fijate que esos chicos van a ser los futuros economistas de Corea del Sur, políticos, médicos, abogados y la mar en coche. El problema me parece muy serio. Como serio también me parece el abuso de las tarjetas de crédito. La reserva federal podrá hacer los mil y un trucos de magia, pero nos acercamos a un peligro cierto que puede llevarnos otra vez al domingo negro de Wall Street, porque se abusó del crédito. En de 1929 no fue un problema de producción, fue un problema de abuso del crédito y de especulación.

CLOACA: pero Internet ha hecho posible una comunicación que en otras épocas de la humanidad no era posible.

LAISECA: ¿Y para qué sirve esa comunicación? Sirve para que la gente no lea más. Hace unos cuantos años, doce o trece años, yo tuve un encuentro con este gran profesor matemático Manuel Sadosky. En un momento dado yo le discutí y el viejo se puso chinchudo. Me quedé mudo. Dijo: para qué sirve todo esto de la velocidad, autos que andan ciento ochenta kilómetros por hora para llegar a ningún lado. Había más comunicación entre la gente cuando los autos andaban a ochenta kilómetros por hora. Yo me callé la boca por respeto y porque de todas formas y para mi fuego íntimo llegué a la conclusión de que el profesor Sadosky estaba exagerando un poco. Fijate vos que ahora he llegado a la misma conclusión que él. Nada más que ahora no le puedo decir profesor, usted tenía razón, porque se murió, sino se lo diría. La verdad es que tenía razón. Hay que tener mucho cuidado con la tecnología. Yo que soy Tecnócrata se supone que tengo que amar la tecnología. Sí, pero la tecnología sin trascendencia no. La tecnología por tecnología misma, para distraernos, para chatear al pedo, para jueguitos electrónicos cada vez más eficientes, o para ganar más dinero, para hacer más negocios. Manejar dineros virtuales, eso no me gusta. Ahora bien, si vos me decís mirá que buena suerte Lai, estoy haciendo un trabajo histórico y en “la Internet” tengo todos los diarios, así que todos los días yo puedo registrar estos datos que necesito… Ahhhh, genial le digo yo, ojalá yo tuviera esa misma vaina en mi casa. Ahí sí, pero no para hacer cosas al pedo. ¿Te das cuenta? Es clarísimo.

miércoles, 9 de junio de 2010

La infundada sensibilidad de los carteros

A través del agujero de la cerradura pudo ver el zaguán, de unos tres metros de longitud, y sobre el final la puerta cancel. Detrás del cristal de la puerta cancel se adivinaba la figura de un hombre sentado a la mesa tomando mate.
El empleado del correo golpeó la puerta algunas veces, y volvió a husmear por el agujero de la cerradura que amablemente le permitía vislumbrar lo que ocurría adentro de esa porción de la casa. Vio que el hombre seguía tomando la infusión. La carta en la mano esperaba. El cartero golpeó con más fuerza, y al volver a mirar por el agujero de la cerradura vio que el hombre se había levantado y abría la puerta cancel. Entonces apartó el ojo y se irguió. Luego colocó ambas manos detrás de su cintura y dobló el cuerpo hacía atrás, desperezándose. Se enderezó, tomó la correa y giró el bolso que traía terciado a la espalda, justo cuando se abría la puerta. El hombre lo miró a los ojos:
–Buenas tardes.
–Buenas.
–Le traigo una carta.
–Léamela.
–¿Cómo dice, señor?
–Que me la lea. Soy ciego.
El cartero dudó por un instante. Dudó si el hombre no le estaría haciendo una broma; dudó en abrir el sobre y leer la carta. Pero ante el silencio y la seriedad que notó en el rostro del otro, abrió el sobre y leyó: "Isabel se murió. Lo siento. Carlos".
El hombre giró sin decir una palabra, caminó dos pasos hacia adentro del zaguán y con un golpe empujó la puerta, que se volvió a cerrar. El cartero oyó al instante el segundo portazo proveniente de la puerta cancel. Recordó que el hombre no había firmado la certificada, y que no podía volver al correo sin la firma. Entonces miró otra vez por el agujero de la cerradura, y vio que el ciego se sentaba a la mesa y se disponía a seguir tomando mate. El cartero vacilaba entre si debía volver a golpear la puerta o no. Desconocía quiénes eran Isabel y Carlos. Tampoco sabía si el ciego era realmente ciego ni si la muerte de la mujer lo había afectado en alguna medida.
La tarde comenzaba a vestirse de grises. Grises en la calle y en los árboles, grises bajando por las paredes. El cartero rozó apenas con sus nudillos la puerta de madera. Ahora había en sus golpes algo de timidez, de vergüenza, de sensaciones confusas, de no sabía qué. Quizás por respeto a Isabel, a su muerte. O a Carlos, que había escrito tan hermosa carta. O al ciego que estaba (o el cartero daba por supuesto que lo estaba) afligido hasta el llanto.
Cuando volvió a mirar por el agujero de la cerradura el hombre ya no estaba, al menos hasta donde él podía ver. Entonces se dio cuenta de que aún tenía la carta en la mano. La colocó dentro del sobre, lo dobló y lo pasó por debajo de la puerta. Luego garabateó una firma sobre la planilla y la guardó en el bolso.
Cuando se marchaba, casi llegando a la esquina, giró, aún confuso, y vio que una mujer golpeaba a la puerta de la casa del ciego. En seguida la puerta se abrió, y la mujer entró de un salto. La curiosidad lo impulsó a volver, y cuando miró por la cerradura vio que dentro del zaguán el ciego besaba apasionadamente a la mujer. Entonces se enderezó y contempló un rato el cielo que atardecía. Luego bajó la vista y pateó unas piedritas que había en la vereda y que le molestaban debajo de los zapatos. No supo en qué momento comenzó a pensar en Isabel, en el dolor de Isabel, en la muerte de Isabel, en sus ojos tristes cerrándose. Pensó en Isabel muerta y sola, sola como un ombú. Y en Carlos, que tuvo la amabilidad de avisarle al ciego, de escribirle esas líneas, sinceras, prolijas, y que había firmado claramente, sin apellido, porque no lo necesitaba para que el ciego supiera quién era el remitente. Y ahora el ciego besando a una mujer, tan pronto, tan apasionado, ahí adentro, antes de cruzar la puerta cancel, antes de, al menos, tener la amabilidad de convidar a la mujer con un mate y contarle que estaba triste por la muerte de Isabel.
El cartero volvió a espiar, y vio que ahora estaban del otro lado de la puerta cancel, y que el ciego desnudaba a la mujer, y que una lámpara encendida iluminaba apenas el ambiente. Cuando el ciego tomó por la cintura a la mujer, la levantó y la sentó sobre la mesa, el cartero comenzó a golpear la puerta. Pateaba, daba golpes con los puños, lloraba y gemía rabioso mientras pensaba en Isabel, convencido de que tenía que derribar la puerta para entrar e imponer al menos un poco de respeto.
L.P.