miércoles, 26 de junio de 2013

Mudo







Creo —por no decir “estoy convencido”— que dentro de no mucho tiempo quedaré absolutamente mudo. Me he dado cuenta de que mi léxico está disminuyendo, que casi no puedo hablar de corrido y que ponerme a conversar con alguien es una especie de suplicio. Como si se me trabara la lengua, como si alguien me fuera quitando las palabras de la boca una millonésima de segundos antes de poder soltarlas. No es que me niegue al diálogo (bueno, en algunos casos sí, pero eso es otra cosa), sino que el diálogo se niega a mí. Entonces es esa especie de sufrimiento, porque mientras la persona suelta su primer puñado de oraciones me quedo pensando en las dos primeras palabras que dijo, y después en qué dijo y luego en qué responderle. Voy atrasado digamos, lento digamos. No puedo coordinar lo que estoy pensando con lo que voy diciendo. Ausente mi pequeño diccionario mental de sinónimos y antónimos, perdida mi pobre RAE, lejano mi dialecto, oxidada mi lengua, mi paladar y mis labios. Atrofiado, digamos de una vez por todas. Atrofiado verbal. Vacío de palabras como un bebé. Por lo tanto ya saben: no insistan.

L.P.  

martes, 4 de junio de 2013

El hombre solo

 Cuento  publicado en "La Balandra" en el año 2012




Aquel día olvidé el consejo. Fui una especie de buen tipo creyéndose caritativo sólo por tener una Volkswagen Transporter  bastante nueva. El hombre estaba ahí, en plena patagonia, tomando polvo y viento y sol. Un pobre diablo,  de eso estoy seguro.  Yo había pasado la noche es Villa Stroeder, un pueblo tranquilo como pocos, apenas un punto en medio del desierto. Por la mañana, cuando retomé la Ruta 3 camino a Bahía Blanca, vi al hombre que hacía dedo. Y esas cosas del aburrimiento, de la nostalgia, de olvidar consejos, esas ganas de oír una palabra hicieron que me detuviera. Un pobre diablo: sobretodo gris, un bolso pequeño en una mano, un cigarrillo en la otra. Y su gran altura. Eso fue lo primero que vi.
—Buen día, jefe —grité a través de la ventanilla abierta. Al hombre no le alcanzó esa abertura. Abrió la puerta. Me saludó con un gesto de la cara—. Voy para Bahía —agregué—. ¿Le sirve?
—Si, gracias —dijo el tipo.
Tuve tiempo de ver en su cara rastros de viruela cuando subió y se acomodó en el asiento También observé sus zapatos negros.
—Qué viento, hermano… —dejé la frase abierta. Puso el bolso sobre la alfombra de goma, entre sus piernas. Silencio. Algo parecido a una lagartija cruzó la ruta. El viento levantaba una polvareda fina y revolcaba arbustos sobre la patagonia. Cuando de nuevo puse al vehículo en movimiento, el tipo habló:
—Tuve suerte —dijo—. A veces espero por horas que alguien me levante.
—Me imagino. Estas rutas son la muerte —respondí sin mirarlo. Recuerdo que en ese momento iba pensando en las  palomas mensajeras que había soltado el día anterior en algún punto de la ruta. Clientes que tenían palomares me daban las palomas, y yo se las soltaba a la distancia  que ellos me decían. Digamos que era una atención. Ellos me compraban zapatos; yo les soltaba palomas.
—Quién sabe si volverán —dije, y miré hacia arriba por encima del volante.
            Yo intentaba iniciar una conversación; creí que el tema de las palomas sería acertado. Al hombre no le importó. Sin embargo  murmuró que trabajaba en una petrolera.  Todos por allá trabajaban en petroleras o en las minas. Mucho no me interesaba. Yo prefería hablar de palomas o de mujeres. Pero se trataba de iniciar un diálogo, así que me deshice de pretensiones.  Dije, mostrándome entusiasmado: “Qué bien”. Pregunté cómo le iba.
     —Normal. Ya sabe.
Yo no sabía, pero estaba dispuesto a seguirle la corriente.
—Por lo menos estas empresas extranjeras no tienen problemas a la hora de pagar.
                 —Ajá —dijo.
Agregué:
     —Pagan en tiempo y en dólares.
     — No tiene importancia —dijo. 
Vi que al hablar mantenía la cabeza rígida, la mirada pegada al parabrisas.
—Lindo color el del dólar.
—Sí —respondió. Y repitió la frase—: No tiene importancia.
Lo miré de reojo. Algo hubo en el tono de su voz, algo que no supe describir. Esperé a que siguiera hablando, pero no dijo nada más.
—Cómo no le va a importar el color del dólar, jefe. Para algo trabaja.
El tipo no respondió. Fregaba sus manos sobre el pantalón.  Vi que estaban limpias y blancas.
—Y qué hace en la empresa. ¿Trabaja en las oficinas?
—No.  Estoy en mantenimiento. Un trabajo de mierda.
Cuando concluyó la frase miró hacia el costado. Un cartel destartalado se movía con el viento. Lo siguió con la vista como si le hubiera interesado. Luego me di cuenta de que empezó a hacer lo mismo con todos los carteles. Los seguía desde el frente hasta girar la cabeza casi un cuarto de  vuelta. Me pareció gracioso, pero a la vez intuí que ese juego era parte de algo extraño, infantil. Un rato después cambió de actitud y volvió a mirar fijamente el parabrisas.
Habríamos hecho para entonces unos treinta kilómetros. De pronto el tipo dijo:
—Me tengo que matar.
Dijo: “me tengo que matar”. Yo lo escuché bien, pero podría haberme equivocado, podría haber dicho  otra cosa como: “me tengo que bajar”. Eso quise creer, pero no me dio tiempo.
—Me tengo que matar,  y otro se va a ir conmigo.
Lo miré a la cara, de frente, por primera vez desde que iniciamos el viaje desde aquel desierto paraje de Villa Stroeder, porque él también me miró recto a los ojos, como un relámpago, como un disparo, y luego siguió mirado hacia adelante. Yo volví la vista a la ruta. En ese segundo había movido levemente la dirección, y la camioneta transitaba ahora por la mano contraria. Enderecé el curso, sonreí, traté de que el hombre viera mi sonrisa. No lo hizo. Entonces simulé una carcajada breve. El tipo tampoco reaccionó. Dije:
—Qué le va a hacer, jefe.
—Eso —dijo, y agregó—: Nada.
Yo esperaba que se largara a reír, esperaba el final de la broma. En algún momento de esa espera presentí que quería seguir con el juego un rato más. A él también le parecería insoportable el viaje.
—Jefe, ¿unos mates?
—No hay tiempo.
Le dije que aún faltaban varios kilómetros para Bahía Blanca.
—Eso no importa. No hay tiempo —repitió.
Movió levemente las piernas, y se volvió a frotar las manos contra el pantalón. Yo traté de pensar en los consejos: no levantes a nadie en la ruta; hoy es peligroso. Había desoído los consejos, pero creía tener mis razones: la gente del sur, la buena gente de los pueblos de la patagonia, gente sin maldad, hospitalaria hasta la médula, atentos hasta la bronca. Llevar a una maestra, a unos niños, a un campesino. Muchas veces había levantado gente como esa. Tenía mis motivos para desoír consejos. Ahora me acordaba de ellos, pero no podía creer lo que estaba sucediendo; seguía aferrándome a que era una broma de este pobre diablo. Entonces vi pasar una paloma, y la seguí con la vista hasta que se perdió en lo alto.
—Debe ser de las que solté ayer —dije—. Mucho viento.
Recordé que nunca le había hablado de que yo soltaba palomas. Entonces agregué: —Le suelto palomas a los clientes, palomas mensajeras.
Tampoco le había contado que yo vivía en Buenos Aires y que venía seguido al sur a vender zapatos.
—Soy vendedor de zapatos.
—Ajá —dijo el hombre.
—¿Le gustan las palomas, jefe?
El tipo giró la cabeza hacia la ventanilla. Yo aproveché  para mirar el bolso que estaba sobre la alfombra, entre sus piernas. Me estaba asustando. Pleno mediodía en la patagonia, pleno sol, y un temor parecido a la vergüenza.  Muchas veces había pensado en lo que haría si me asaltaban. Recordé que un amigo, con el tipo sentado al lado apuntándole con el revólver; había decidido tirar el vehículo a la zanja, saliera pato o gallareta. Yo miré hacia la banquina: polvo, yuyos, poca profundidad. Pensé: si hago una maniobra brusca la vuelco, y a la puta madre. Pensaba todo esto, pero a la vez no lograba hacerme a la idea de que algo así pudiera estar pasándome. Intenté dos o tres veces el diálogo, creo que hasta le conté un chiste, pero el hombre estaba ahora con la  sien apoyada contra la ventanilla; podía verle la respiración en el sobretodo, cierto nerviosismo en las manos. Decidí tomar las cosas a la tremenda. Estaba en el baile:
—Y por qué, jefe, qué le anda pasando.
Entonces me miró:
—Porque sí. No sé por qué.
—Bueno, creo que usted sabrá, pero haga lo que le parezca —dije esto sin pensarlo, o más bien con bronca.
El hombre no respondió.
Justo cuando mis piernas empezaban a temblar recordé lo de la llave abajo del torpedo, arriba del pedal del embrague. Una tecla que le había hecho colocar a la Volkswagen cuando la había comprado, por miedo a que me la robaran.  Era un interruptor que funcionaba como los de encender las luces domésticas. Cuando lo movía con la punta del pie se cortaba la corriente de la bomba y ésta dejaba de inyectar combustible. El vehículo se paraba enseguida. Antes de poner mi plan a funcionar, respiré profundamente. Abrí un poco la ventanilla. Un viento fresco me hizo cerrar los ojos. Otra vez pude ver la paloma, pero supuse que no era la misma. El tipo seguía ahí. Tuve que mirarlo varias veces para descubrir que no había ninguna sonrisa en su cara, para convencerme de seguir adelante con el plan. Entonces levanté la punta del pie izquierdo y moví la perilla. Fue una especie de susto y de alegría que se mezclaron. El motor se paró. Quité el cambio y dejé que el vehículo corriera, mudo.  Me di cuenta de que debía decir algo cuando el hombre me miró. Entonces insulté, e hice un gesto como de asombro.
—La puta madre, jefe, lo que nos faltaba. —Dije “lo que nos faltaba” como si esto significara que aparte de que el tipo me iba a matar a mí y luego se iba a suicidar,  el  vehículo nos dejaba varados. Ante el silencio del hombre agregué.
 —A ver qué le pasó a esto.
Cuando nos detuvimos agarré la manija de la puerta, y antes de abrir lo miré. Él había vuelto la cabeza hacia la ventanilla. Respiré aliviado. Me bajé y levanté el capot. Por alguna hendija  pude ver al hombre sentado, ahí, como si nada. Pensé en salir corriendo. Miré hacia todos lados. Desierto, yuyos cortos, vasta distancia, soledad. “Adónde mierda voy a ir”, pensé; “adonde mierda voy”. Entonces reparé en las posibilidades que tenía hasta el momento: arrancar el vehículo, volcarlo y tener la suerte de que el tipo se desmayara o se matara en la maniobra, y yo salir ileso. Una estupidez. Salir corriendo así, sin nada, tratar de perderme entre el polvo, de que me tragara la inmensidad descolorida de la patagonia, imposible. Hubo entonces una tercera: lograr que el hombre se bajara con la excusa de empujar la camioneta. Subí y le di arranque varias veces, siempre con el interruptor cortado.
—Qué macana, jefe —dije tratando de conservar un tono parejo en la voz—; vamos a tener que empujar.
El hombre me miró durante un instante eterno. Me miró mientras yo lo miraba. Traté de mostrarle una cara inocente, lo más pelotuda posible. No le di tiempo a nada. Me bajé y comencé a empujar la Volkswagen solo, desde el parante de la puerta. No logré ni moverla. Vi entonces que el tipo dejaba el bolso y se bajaba. Se aferró al parante de la puerta de su lado y comenzó a empujar. Cuando la camioneta tomó algo de velocidad, subí de un salto y puse el cambio. No sé por qué no encendí el interruptor para que arrancara en ese primer intento. Creo que temí que el tipo lograra subir como un gato. El vehículo no arrancó, por supuesto. Bajé, volví a levantar el capot, hice como que  tocaba algo. El hombre se volvió a sentar. Sentí entonces algo parecido a la bronca, un espasmo secreto, ganas de ser yo quien lo matara de una vez por todas. Me imaginé tomándolo por el cuello, me imaginé viéndole la lengua larga, seca, quieta y relajada sobre el mentón. Pero fui un poco más allá, un poco hacia atrás en el tiempo, y lo imaginé allí parado, entre el viento, con su sobretodo y su bolso y su cigarrillo,  con su dedo agitándose en el aire tratando de que yo me detuviera, de que un alma estúpida se detuviera en esa soledad espantosa y lo llevara. Me imaginé viéndolo pasar por la ventanilla, y yo me reía en esa imagen, me reía y le mostraba los dientes y le gritaba: “que te lleve Montoto” y luego yo pensaba “pobre diablo, no sabe que  sólo llevo palomas”.
Cerré el capot, todavía pensando en las palomas y en el error. Ahora en mi voz había bronca, dureza.
—Vamos a probar de nuevo.
El maldito no se movió, otra vez, como si tratara de analizar la situación, como si pensara: “acá nomás lo mato y me evito el esfuerzo”. Pero luego bajó, y ocurrió una especie de milagro: Vi que se encaminaba hacia la parte de atrás de la  Volkswagen, lo vi por el espejo retrovisor de la puerta, y comenzamos a empujar. Entonces me subí, moví el interruptor, le di arranque,  puse el cambio y aceleré.
 Pude ver al tipo en medio de la ruta, que se alejaba, que se empequeñecía en el espejo, que era ahora una figurita inmóvil allá atrás. No quiero pensar que todo era una broma y que dejé al imbécil en medio de una ruta por donde no pasaba ni un alma. También vi (o creo haber visto, todo es tan confuso) una paloma revoloteando sobre el horizonte, buscando un rumbo. Recuerdo que mis piernas  temblaban, o sufrían una especie de convulsión, para el caso es lo mismo. En esos estertores me di cuenta de que el bolso estaba ahí, sobre la alfombra de goma. Lo tomé de las manijas y lo arrojé por la ventanilla. Ni miré dónde cayó. El pobre diablo seguía ahí,  lejos,  casi invisible en el espejo.- 
L.P