lunes, 30 de septiembre de 2013

Motivos para no recomendar lecturas

Hace unos años un amigo tuvo la genial idea de leer un texto mío publicado en una revista de mi ciudad. El cuento era un disparate sobre la vida de un hipopótamo. Mucho no lo recuerdo, y por suerte desapareció tanto la revista como el original. Lo cierto es que para mi amigo la lectura de ese texto fue un antes y un después en su vida. O sea: hasta ese momento nunca había leído nada y después de ese momento siguió el mismo curso. Esa fue mi desgracia, porque en tres de cada cinco reuniones de amigos que tenemos al año, recuerda el cuento y se revuelca de la risa. Paso a ser el punto de broma de la parranda. Conclusión: ese cuento, ese único cuento que leyó mi amigo y le pareció un disparate digno de risa y burla (puede que realmente fuera horrible, no sé) no solamente me crucificó, me negó un puñado de lectores y me quitó de un revés la posibilidad de retribuirme con otro texto, sino que también arruinó su primera y última intención lectora considerando que el texto no logró conmoverlo en lo más mínimo. Pienso en esto porque el otro día, en el local donde me venden los hierros que uso en el taller, hablando con un empleado tan o más engrasado que yo (no me pregunten cómo llegamos al tema de la literatura) el hombre me confesó que nunca había leído una novela y que yo le recomendara alguna. Le di un par de títulos, sin mucha importancia, que se fijara. Pero recomendarle una lectura a alguien que nunca leyó nada salvo algún manual de instrucciones o la sección deportes del periódico, puede ser algo tan próspero como catastrófico. Digamos que el futuro literario de esa persona está en tus manos, y según lo que le recomiendes puede que se vuelva un lector voraz o un eterno enemigo de los libros. Obviamente uno intuye, de acuerdo a gustos propios, más o menos, qué le podría recomendar a un lector primerizo, pero no se puede adivinar ni por las tapas si ese libro puede gustarle a esa persona porque ahora entramos, valga la redundancia, en el terreno de los gustos y las apreciaciones. Considerando que sólo tendremos una posibilidad para meterlo de lleno en el mundo de la lectura, la empresa se tornará un poco suicida. A decir: una persona “lectora por naturaleza”, como yo les llamo, habrá leído una parva considerable de libros que no le han gustado, y no por eso abandona la lectura y sigue en su eterna búsqueda según sus propios gustos. Pero un “no lector” es una caso serio (no dije raro), y por lo tanto un desafío casi siempre perdido. Que le recomendemos justo la novela que encienda la mecha, que le explote la cabeza, que le haga descubrir como lo hizo José Arcadio Buendía también devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación que: ¡la tierra es redonda como una naranja!... no creo. Cuestión de suerte nada más, de acierto. 

L.P.


martes, 24 de septiembre de 2013

Bicicleta

A la persona que inventó la bicicleta habría que haberla matado antes de que hiciera el primer bosquejo. Es más: en cuanto la imaginó tendría que haber sufrido un infarto del miocardio, tendría que haber caído desde un precipicio, muerto de lepra, quemado, atragantado con un choclo... Muerto, ¡bah!, muerto y a la mierda la bicicleta. (Así, en caliente, mientras intento recuperar el aire y controlar el temblor de las piernas, me resulta fácil odiar).

Trámites

Ayer tuve que hacer un trámite en una oficina de mi ciudad. Me habían adelantado que el encargado del papelerío que estaba antes no estaba más, y que ahora había otro tipo que "es un sorete, un soberbio de mierda". Así me dijeron. Me atiende un persona en la puerta, me hace pasar. Ahí estaba el sorete detrás del escritorio, sin mirarme, sin saludarme, me pregunta qué ando buscando. Mal dispuesto, me siento bruscamente en la silla sin que me diera el permiso, le dejo los papeles sobre el escritorio. Agarra los papeles y se pone a leerlos. "Acá faltan cosas. Siempre faltan cosas". "No creo, le digo". Antes de sentarme yo había visto el teléfono sobre el escritorio. Lo busque y lo descubrí encima de unas carpetas. Le digo: "¿Es un Galaxy 4, no? Recién ahí el tipo me miró, como sorprendido: "El celular, digo. Es un Galaxy S4? Me miró por unos segundos, miró el teléfono, me volvió a mirar y se sacó los anteojos. Luego agarró el teléfono: "¿Lo conocés?" "No, le digo. Todavía no me da el cuero". Y empieza: "No sabés lo que es ésto, hace maravillas" Me sorprendió la velocidad con la que el tipo cambió la cara y la actitud. "Mirá, toma, fijate, es una maravilla. Yo tenía un S2 y salté a éste, se puede hacer lo que quieras. Lo único que le falta es preparar café". Se olvidó de mis papeles, de la cara de culo que tenía, se olvidó de todo. Nos pasamos 20 minutos hablando del teléfono, y cuando me iba me dio la mano y sonreía como fascinado. Ahora bien: creo que no hay persona en el mundo, ni una sola, que no tenga un tema de conversación que lo libere de tanto encierro mental. En este caso le pegué entre los ojos y por un instante saqué al hombre de su pozo de mierda. Pero no siempre se tiene tanta suerte.

Uno

Uno se levanta más o menos bien. Se lava la cara, lleva el nene al jardín, conversa con alguien, va a la obra, organiza un poco el trabajo, pica pared, tira caños de luz, sale, hace compras, vuelve al trabajo, y piensa: un día más o menos bien: lindo, tranquilo, despejado, "normal". Uno tampoco pide mucho. No anda por ahí rogando cambios maravillosos. Uno acepta, se acostumbra, se conforma. Clase media en todos los aspectos: para pensar, para hacer, para ambicionar. Lo justo, digamos. Así uno llega al mediodía a su casa, se hace un café, le da la comida al nene, acaricia un poco al perro lamentando que a las 4 de la tarde no va a poder ver el partido del Barcelona como lo único para reprocharle del día y ¡PUM!, se da cuenta de que algo se ha quebrado como un vidrio; una quebradura que va por debajo, por el fondo, dañando, diciendo acá estoy yo arruinando tu día clase media. ¿Qué fue eso? Uno nunca termina de darse cuenta, ¡PUM!, está ahí, lastimando. Después el día sigue, claro, pero no es lo mismo.