miércoles, 9 de junio de 2010

La infundada sensibilidad de los carteros

A través del agujero de la cerradura pudo ver el zaguán, de unos tres metros de longitud, y sobre el final la puerta cancel. Detrás del cristal de la puerta cancel se adivinaba la figura de un hombre sentado a la mesa tomando mate.
El empleado del correo golpeó la puerta algunas veces, y volvió a husmear por el agujero de la cerradura que amablemente le permitía vislumbrar lo que ocurría adentro de esa porción de la casa. Vio que el hombre seguía tomando la infusión. La carta en la mano esperaba. El cartero golpeó con más fuerza, y al volver a mirar por el agujero de la cerradura vio que el hombre se había levantado y abría la puerta cancel. Entonces apartó el ojo y se irguió. Luego colocó ambas manos detrás de su cintura y dobló el cuerpo hacía atrás, desperezándose. Se enderezó, tomó la correa y giró el bolso que traía terciado a la espalda, justo cuando se abría la puerta. El hombre lo miró a los ojos:
–Buenas tardes.
–Buenas.
–Le traigo una carta.
–Léamela.
–¿Cómo dice, señor?
–Que me la lea. Soy ciego.
El cartero dudó por un instante. Dudó si el hombre no le estaría haciendo una broma; dudó en abrir el sobre y leer la carta. Pero ante el silencio y la seriedad que notó en el rostro del otro, abrió el sobre y leyó: "Isabel se murió. Lo siento. Carlos".
El hombre giró sin decir una palabra, caminó dos pasos hacia adentro del zaguán y con un golpe empujó la puerta, que se volvió a cerrar. El cartero oyó al instante el segundo portazo proveniente de la puerta cancel. Recordó que el hombre no había firmado la certificada, y que no podía volver al correo sin la firma. Entonces miró otra vez por el agujero de la cerradura, y vio que el ciego se sentaba a la mesa y se disponía a seguir tomando mate. El cartero vacilaba entre si debía volver a golpear la puerta o no. Desconocía quiénes eran Isabel y Carlos. Tampoco sabía si el ciego era realmente ciego ni si la muerte de la mujer lo había afectado en alguna medida.
La tarde comenzaba a vestirse de grises. Grises en la calle y en los árboles, grises bajando por las paredes. El cartero rozó apenas con sus nudillos la puerta de madera. Ahora había en sus golpes algo de timidez, de vergüenza, de sensaciones confusas, de no sabía qué. Quizás por respeto a Isabel, a su muerte. O a Carlos, que había escrito tan hermosa carta. O al ciego que estaba (o el cartero daba por supuesto que lo estaba) afligido hasta el llanto.
Cuando volvió a mirar por el agujero de la cerradura el hombre ya no estaba, al menos hasta donde él podía ver. Entonces se dio cuenta de que aún tenía la carta en la mano. La colocó dentro del sobre, lo dobló y lo pasó por debajo de la puerta. Luego garabateó una firma sobre la planilla y la guardó en el bolso.
Cuando se marchaba, casi llegando a la esquina, giró, aún confuso, y vio que una mujer golpeaba a la puerta de la casa del ciego. En seguida la puerta se abrió, y la mujer entró de un salto. La curiosidad lo impulsó a volver, y cuando miró por la cerradura vio que dentro del zaguán el ciego besaba apasionadamente a la mujer. Entonces se enderezó y contempló un rato el cielo que atardecía. Luego bajó la vista y pateó unas piedritas que había en la vereda y que le molestaban debajo de los zapatos. No supo en qué momento comenzó a pensar en Isabel, en el dolor de Isabel, en la muerte de Isabel, en sus ojos tristes cerrándose. Pensó en Isabel muerta y sola, sola como un ombú. Y en Carlos, que tuvo la amabilidad de avisarle al ciego, de escribirle esas líneas, sinceras, prolijas, y que había firmado claramente, sin apellido, porque no lo necesitaba para que el ciego supiera quién era el remitente. Y ahora el ciego besando a una mujer, tan pronto, tan apasionado, ahí adentro, antes de cruzar la puerta cancel, antes de, al menos, tener la amabilidad de convidar a la mujer con un mate y contarle que estaba triste por la muerte de Isabel.
El cartero volvió a espiar, y vio que ahora estaban del otro lado de la puerta cancel, y que el ciego desnudaba a la mujer, y que una lámpara encendida iluminaba apenas el ambiente. Cuando el ciego tomó por la cintura a la mujer, la levantó y la sentó sobre la mesa, el cartero comenzó a golpear la puerta. Pateaba, daba golpes con los puños, lloraba y gemía rabioso mientras pensaba en Isabel, convencido de que tenía que derribar la puerta para entrar e imponer al menos un poco de respeto.
L.P.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ma-ra-vi-llo-so.

Gracias por despertar en mì emociones tan intensas y contrarias entre sì.

Un millòn de besos :)

Isa dijo...

Holaaa, ¡gracias por el comentario! Yo soy una aficionadilla jeje. Me encanta el relato, la manera que describes los hechos, también me gustó mucho "Cuidado con el perro" ¡Me pondré al día con los anteriores! :)