Hace unos años un amigo tuvo la genial idea de leer un texto
mío publicado en una revista de mi ciudad. El cuento era un disparate sobre la
vida de un hipopótamo. Mucho no lo recuerdo, y por suerte desapareció tanto la
revista como el original. Lo cierto es que para mi amigo la lectura de ese
texto fue un antes y un después en su vida. O sea: hasta ese momento nunca
había leído nada y después de ese momento siguió el mismo curso. Esa fue mi
desgracia, porque en tres de cada cinco reuniones de amigos que tenemos al año,
recuerda el cuento y se revuelca de la risa. Paso a ser el punto de broma de la
parranda. Conclusión: ese cuento, ese único cuento que leyó mi amigo y le
pareció un disparate digno de risa y burla (puede que realmente fuera horrible,
no sé) no solamente me crucificó, me negó un puñado de lectores y me quitó de
un revés la posibilidad de retribuirme con otro texto, sino que también arruinó
su primera y última intención lectora considerando que el texto no logró
conmoverlo en lo más mínimo. Pienso en esto porque el otro día, en el local
donde me venden los hierros que uso en el taller, hablando con un empleado tan
o más engrasado que yo (no me pregunten cómo llegamos al tema de la literatura)
el hombre me confesó que nunca había leído una novela y que yo le recomendara
alguna. Le di un par de títulos, sin mucha importancia, que se fijara. Pero
recomendarle una lectura a alguien que nunca leyó nada salvo algún manual de
instrucciones o la sección deportes del periódico, puede ser algo tan próspero
como catastrófico. Digamos que el futuro literario de esa persona está en tus
manos, y según lo que le recomiendes puede que se vuelva un lector voraz o un
eterno enemigo de los libros. Obviamente uno intuye, de acuerdo a gustos
propios, más o menos, qué le podría recomendar a un lector primerizo, pero no
se puede adivinar ni por las tapas si ese libro puede gustarle a esa persona
porque ahora entramos, valga la redundancia, en el terreno de los gustos y las
apreciaciones. Considerando que sólo tendremos una posibilidad para meterlo de
lleno en el mundo de la lectura, la empresa se tornará un poco suicida. A
decir: una persona “lectora por naturaleza”, como yo les llamo, habrá leído una
parva considerable de libros que no le han gustado, y no por eso abandona la
lectura y sigue en su eterna búsqueda según sus propios gustos. Pero un “no
lector” es una caso serio (no dije raro), y por lo tanto un desafío casi
siempre perdido. Que le recomendemos justo la novela que encienda la mecha, que
le explote la cabeza, que le haga descubrir como lo hizo José Arcadio Buendía
también devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su
imaginación que: ¡la tierra es redonda como una naranja!... no creo. Cuestión
de suerte nada más, de acierto.
L.P.