lunes, 22 de febrero de 2010

El favor

En un abrir y cerrar de ojos esa verdad estaba ahí, frente a mí, como en un espejo. Y fue precisamente eso: entrar en el baño de aquel bar y ver la verdad sobre un cristal mugriento.
Muchas veces había imaginado encontrar una verdad en alguna polvorienta parada de colectivo, en cualquier sueño o en cualquiera de las cuatro esquinas del cruce de las calles Soler y Belgrano. Ni remotamente imaginé encontrarla ahí, en ese bar de mala muerte donde un puñado de escritores fracasados se juntaba cada tarde a defender textos indefendibles. Uno de esos escritores era yo.
Recuerdo que entré al baño con la hoja en la mano, quizás pensando en releer el cuento que había escrito y que en unos minutos debería exponer lo más intelectualmente posible.
Diré lo siguiente: existe algo infundado entre las cuatro paredes de un baño, algo de morbosa soledad que me permite ser tan íntimo como un secreto. Es como que busco cosas en esa intimidad, cositas que no podría buscar donde otros me vieran o donde no estuviera demasiado solo. Así y todo nunca había recibido, hasta entonces y de ningún modo, cualquier tipo de revelación: ni los secretos de la felicidad, o la desdicha, ni la simple visión de un ejercicio bien hecho. Jamás vi ni hallé el Aleph, ni un posible número ganador de lotería ni un cartel significativo como el que vio el Negro Fontanarrosa y que le mostró, del modo más austero, el secreto de cómo atrapar a un lector. Tampoco descubrí ninguna frase bien escrita, ninguna imagen perfecta, ni un corpiño, ni una mujer sin corpiños. Absolutamente nada grandioso había visto en ningún baño de ningún bar. Pero no me dejaba vencer por entonces, y buscaba.
Este baño era más de lo mismo: un espacio con formas de azulejos en las paredes; un cielo raso de yeso varias veces pintado; una mesadita con una sola pileta; verticales mármoles separando los megitorios y enfrente dos puertitas de madera por donde se accedía a los inodoros. Recuerdo que cierto pudor me obligaba a orinar en los inodoros en vez de hacerlo en los mingitorios, y nombrar la palabra recuerdo es simplemente retraerme a aquella tarde cuando descubrí la verdad. Por eso: recuerdo que dejé la hoja con el cuento sobre la mesadita, la olvidé por un segundo, apoyé las manos en el mármol y acerqué la cara al espejo, torcí la boca, me vi una legaña o una pestaña caída sobre el mentón. Luego me metí a orinar y cerré la puerta. Busqué no sé qué cosas escritas, no sé qué frase o metáfora. Algo busqué en los azulejos azules o celestes, en el depósito de agua ahí arriba, con esa cadenita oxidada con el plastiquito en la punta. Busqué en cada rincón no sé qué cosa. Luego lo supe —siempre lo supe, pero a veces me costaba reconocerlo—: la verdad; como si la verdad fuera algo escondido detrás de un inodoro, o detrás del lápiz estúpido de un adolescente que amaba (o ama) a una atorranta de barrio o a una modelo. Y es que me ganaba la bronca porque no encontraba, y comenzaba a pensar con enojo, como que el pibe era un tarado y que la pendeja era una tilinga. Esas cosas. Luego oí la puerta de entrada golpear contra la pared. Para entonces yo ya me había subido el cierre, casi giraba y salía. Pero ya tenía la bronca, y no quería encontrarme con el tipo en ese baño, con ningún tipo. Así que aguanté un rato más, sólo un rato más. Es como que la suerte… sí, esa especie de suerte estuvo ahí, en ese exacto segundo. Es como que al fin la verdad, o la revelación de todo, estuvo y me retuvo y me obligó a oír sobre la puerta, y sentir que el hombre se lavaba las manos, que el hombre empujaba la otra puerta buscando el otro inodoro, que el hombre volvía a salir, y volvía a entrar, y volcaba la tapa del inodoro y el jean que se bajaba, y el quejido gozoso de ese principio. Salí en ese momento, me vi salir en el espejo y ya no pude quitarme la vista de encima. Todo lo hice sin sacarme los ojos de mis ojos: empujé la puerta, caminé dos pasos, abrí la canilla, restregué las manos bajo el agua, las escurrí y me las pasé por el pelo. Cuando oí que el hombre tiraba de la cadena, fue como volver a vivir, y me enojé aún más porque esa estupidez de haberme quedado en esa forma de duermevela me obligaba ahora a cruzarme con el tipo. Me dijo un buenas tardes melancólico, casi un suspiro o una obligación, y salió. Evité verlo. Recuerdo que busqué el cuento que había dejado sobre la mesada, y la hoja ya no estaba. Comprendí: el hombre había entrado y había salido, y había vuelto a entrar. Comprendí: la verdad de mi vida, al menos de mi utópica vida de escritor, estaba ahí sobre el espejo, viéndome como a un perro lastimado, con esos ojos de compasión ajena, de lástima, de pobre animalito de Dios, pobre criaturita buscadora de verdades, pobre perro de felpudo. Afuera estarían ellos esperándome, esperando que el perro de mi verdad saliera a defender lo indefendible, sin sospechar siquiera que lo indefendible era ahora un pedazo de papel en un correr de cloacas. De alguna extraña manera me sentí feliz. Al menos esa verdad me fue revelada sin penas ni glorias, y mientras el perro feliz del espejo me mostraba los dientes, yo lamenté no haberle dado las gracias al tipo, aunque sea haberle visto la cara, aunque sea haberle respondido el saludo… algo.

L.P.

viernes, 19 de febrero de 2010

Un segundo en un siglo

El hombre dejó que la roca lo sostenga y que las pieles lo cubran. Observó la verticalidad de los objetos como la piedra-mesa o la piedra-televisor, quizás sospechando cierta ambigua estupidez natural. Luego sus ojos de acostumbraron a la posición y a la rigidez, a la abertura enorme de la caverna que dejaba entrar el olor del bosque; se fue acostumbrando a la ventana sin cortinas ni sol, al somier al que ya le sobraba un lado y dos patas, al animal que había matado en vano y al tapado de piel que colgaba del perchero, inútiles ambos objetos como así fundadas sus ganas de llorar.

La mujer no pensó en el garrote de otrora, ni en las promesas de entonces. Dejó que el hombre se durmiera y entró en la caverna, buscó lo que en aquellos años no tenía y colocó cuatro prendas y un par de zapatillas en un bolso de lona. Por algún extraño motivo sintió temor de caminar por la montaña y el bosque a esa hora del atardecer donde los animales (o los hombres) son peligrosos, pero de todas formas cerró la puerta y se alejó por la avenida repleta de automóviles y cirujas.

Algo se movió entonces, apenas, como un segundo. Cuando la mujer se perdió tras las rocas-edificios y cerró la puerta, él sintió ese movimiento en los ojos: un torrente de lluvia, una descomposición carnal. Se levantó deprisa, tomó el garrote sólo para volver a resignarlo contra la pared de la caverna, se rascó los cabellos enmarañados, amasó la barba hacia abajo, dejó tiesos los ojos y se dio cuenta de lo sucedido. En esa furia se arrancó las pieles que llevaba encima y se arrojó al suelo boca abajo, tragó el polvo y pateó el suelo. Luego giró, miró la roca del techo, el cielorraso de yeso, la lámpara, un cuadro en la pared, la puerta que acababa de cerrarse. Se arrojó sobre la cama, tembloroso, y se dejó rodar hasta caer sobre la alfombra; respiró pelusas. Algo se movió entonces en los ojos, apenas, como un segundo, como un siglo, como miles de siglos… y el hombre inventó el tiempo, el dolor, la tristeza, la bronca, el abandono y la lágrima. Sobre todo eso: la lágrima. O el desamor.

L.P

jueves, 18 de febrero de 2010

Ella estaba muerta

Ella estaba muerta. Esteban lo supo después de haber llegado a su casa, hasta de abrir la puerta y ver a Beatriz recostada en el sillón mirando la novela de las cuatro de la tarde. Lo supo, incluso, mucho después de bañarse y ponerse el pijama y acostarse a leer un libro sin haber comido siquiera su adorable manzana nocturna. También lo supo luego de haber intentado disuadirla de que la discusión que habían tenido por la mañana era absurda, hasta “parecemos dos tarados”, había dicho. Lo supo tan perezosamente que le habló por veinte minutos o más, hasta sentirse humillado de silencio y desinterés y respuestas mudas. Pero claro, ella estaba muerta, y él no lo supo hasta luego de haber leído veintisiete hojas de la novela y de que sus párpados comenzaran a caérsele y en esa duermevela darse vuelta y ver el lado vacío de la cama cuando ya eran las dos de la madrugada y en el baño goteaba una canilla (me permito postergar el signo: la coma es el verdugo de la celeridad) incansablemente. Y lo supo luego de levantarse y bajar las escaleras y girar por el pasillo y encontrar a Beatriz en la misma posición en que la había dejado por la mañana, tendida en el sillón con medio puñal asomándole del pecho.

L.P

martes, 16 de febrero de 2010

La inocente

Bajó del taxi. Atravesó, corriendo, la plaza San Martín, el parque de la Catedral. De una tienda robó un traje y se disfrazó de osa. Luego se ocultó detrás de un travesti que halló en una esquina. Otro taxi, un ómnibus, una mirada oblicua. Aún asustada, creyó que había logrado escapar. Abrió la puerta de un golpe. Su marido preparaba la comida. Sin siquiera darse vuelta para verla esa última vez, él le dijo:
— Te llegó el correo que tantos esperabas.
Ella vio la caja sobre la mesa.
—Al fin… — pensó mientras recuperaba el aliento.
Cuando abrió el paquete no tuvo tiempo de creer lo que vieron sus ojos. Cayó muerta.-
L.P.