martes, 20 de diciembre de 2011

Arroyo sin nombre


Sobre la ruta 14, entre Gualeguaychú y Concepción del Uruguay, entre los yuyos, solitario, arrumbado, hay un cartelito que dice “Arroyo sin nombre”. Unos metros más adelante, efectivamente, pasan las aguas de un arroyo. Yo lo vi de ida, y a la vuelta, quince días después, lo busqué y lo volví a leer porque dudaba si realmente lo había visto o lo había soñado.
No me sorprendió el hecho de que allí hubiera un arroyo, hay cientos de ellos que cruzan la ruta por tubos de alcantarillado. Lo que me causó cierta sorpresa (luego angustia) fue que el arroyo no tuviera un nombre. Puede que así se llamara, como el perro de mi vecino, que se llama Preguntale, y el chiste tonto consiste en que si alguien le pregunta como se llama el perro, mi vecino dice Preguntale. Puede que al arroyo le jugaran esa misma broma idiota, o puede que no. Imagino a una comisión del gobierno reunido en gabinete discutiendo qué nombre ponerle al arroyo. Digo yo, ni idea quién es el encargado de ponerle nombres a algunas cosas. Lo cierto es que al parecer nadie se puso de acuerdo, o repito, puede que así lo hayan nombrado. Ahora bien: es triste de cualquier manera. Si ese es el nombre que le pusieron, el pobre arroyo es un infeliz correr de agua hacia ninguna playa, hacia ninguna historia. Un triste pasar por praderas y rutas sin que nadie pueda nombrarlo dignamente. Nada ni nadie sabrá jamás su nombre, porque no lo tiene, o porque la ambigüedad de su verdadero nombre “sin nombre” lo hace tan innombrable como a algunos hombres, valga lo espantoso de la oración. Si el trastornado que hizo el cartel perdió el pepelito donde figuraban los nombres de los arroyos y creyó que nadie se fijaría si le ponía “Sin nombre” en lugar de “Arroyo limpio” o “Arroyo Los geranios”, o “Arroyo San Martín, o “Arroyo derecho o torcido o arroyo de mierda”… no sé, yo no perdonaría a ese tipo, no le perdonaría tanta inhumanidad. Si la idea fue del gobierno de esa ciudad, si fue una broma, si realmente fue a criterio del encargado de hacer los carteles, si fue un mal entendido, tampoco lo sé. Pero: ¡Cómo pueden dejar a un arroyo sin nombre! ¡Por Dios! Y todavía lo dicen, así, con pintura blanca sobre un fondo verde brillante, como castigándolo a la inexistencia, como exiliándolo de algo, o de todo. Antes que eso mejor quitar el cartel, mejor no ponerle nada. Se rompió, se perdió, se prendió fuego. Cualquier cosa menos castigar al arroyo de esa manera. Puede haber pasado cualquier cosa, pero lo cierto es que eso dice el cartel, si es que aún está. Seguro que está. No creo que nadie se haya apiadado del arroyo, a quién carajo le va a importar un arroyo, ¿no?

L.P.

martes, 6 de diciembre de 2011

La inventada


La inventada


¿Cómo puedo escribir un relato ambientado en el Moulin Rouge de París en 1884 cuando en realidad el edificio fue construido en 1889? “Soy escritor”, pensó, “me importa una mierda el año”. Así inventó el año y construyó la historia: un lugar, un molino, unas mesas, un escenario… Del mismo modo inventó una mujer (no la sacó de ninguna costilla), y habiendo una mujer le fue fácil escribir un amor. Pero la mujer estaba en el lugar, debajo del molino, sobre las mesas y el escenario, semidesnuda, y el amor dolía en el pecho y los dientes. Entonces escribió (inventó) una desgracia, un dolor, una lágrima, una cosquilla en la panza. Luego se supo negado, obviado, estúpido, y escribió un arma. Se inventó un status para entrar al lugar, un camino para llegar hasta el escenario, un bolsillo para esconder el arma, una sonrisa para ser sarcástico y un dedo para apretar el gatillo.

L. P.

sábado, 6 de agosto de 2011

No molestar: hombre hibernando

Esto es lo que comúnmente por estas tierras llamamos “estar al pedo”. Ni idea de dónde vendrá esa expresión, ni importa. Pensándolo bien, ni siquiera estoy al pedo, más bien estoy en un estado de hibernación, un estado de oso en la cueva. Pero bueno, en cualquier momento arranco, me digo diariamente, como esperando un empujón, como esperando la carroza o un milagro.
Así que les cuento: hago lo menos posible, sólo algunos trabajos que me dejen el dinero suficiente para comer y pagar impuestos.
Ya pasa, ya pasará.
Por lo pronto nada de escribir, nada de esos trabajos nocturnos que para lo único que sirven es para expropiar horas de sueño. Si no hago nada pensando en mi fututo económico-financiero, menos voy a perder el tiempo escribiendo cuatro pavadas que nadie leerá; salvo ustedes, claro, queridos amigos. Lo peor de todo es que creo que estoy feliz así. Bueno, feliz no debe ser la palabra que mejor se ajuste a este estado de ánimo, pero estoy tranquilo. Esto me preocupa (aunque no se note), porque lo que pareciera ser una etapa de confusión podría convertirse en un estado definitivo. Tampoco me imagino definitivamente en este estado.
Este letargo podría deberse a la proximidad con esos cuarentas, esos que golpean la puerta como tres años más allá mientras yo los espío por la mirilla. Si, esa impresión me da. Uno escucha al que vende chucherías que golpea la puerta del departamento de al lado, y sabe que le va a golpear la propia tarde o temprano, y por más que uno se esconda, por más que no lo atienda, a la puerta la golpean igual.
También puede ser esta ciudad. Mi ciudad es grande y gris. Conserva el espíritu pueblerino de otrora, una capucha que la esconde y la hace tímida. Por ejemplo: imagínense una ciudad-pueblo de cuarenta mil habitantes sin un cine. Con una laguna de treinta kilómetros cuadrados, pero sin un cine. Un laguna con muelles que la adornan, con juncos y gallaretas, pero sin un cine. A mi me gusta el cine, no tanto como el dulce de leche, pero me gusta. ¿Qué hacemos en esta ciudad sin cine? ¿Dónde nos metemos cuando llueve? ¿Para qué nos sirve la laguna cuando llueve? Miro por la ventana de la cotidianidad y en mi pueblo pasa lo que le pasa a mi ánimo: nada de nada.
O puede que sea el invierno, porque para colmo hace un frío al que no me acostumbro, y eso me mantiene el cuello recogido como las tortugas, las manos el los bolsillos, calzoncillos largos…
No es tan malo “estar al pedo”. Pero algo voy a tener que hacer. Por el momento escribo esto, que no es poca cosa después de algunos meses, y confieso que el pulso se me había enfriado (un poco más que de costumbre) y se nota en estas líneas. Un amigo me dijo que debería “disfrutar” mientras escribo, que a él le parecía que no lo hacía y se notaba. Acá te lo digo, a vos, si es que me lees: tenés razón, y creo que voy en camino de cambiar algunas cosas.
PD: para colmo de males escucho a este tipo. El polaco Goyeneche. ¡Cómo te extrañamos, che!

L.P.

sábado, 21 de mayo de 2011

Cumplir los diez

Ayer alguien (y muchos) cumplieron diez años. Me refiero a "alguien" porque a raíz de eso recordé que cuando yo cumplí esa edad mi madre me dijo: "a partir de hoy empezás a cumplir de a dos números". Jamás olvidé ni olvidaré -todos los recuerdos son inolvidables- esas palabras, porque en su momento más que una novedad me provocaron una especie de nostalgia y preocupación. Acordemos que mi cabeza nunca funcionó "normalmente", y que las frases simples suelen convertirse, al cabo se tanto masticarlas, por alguna extraña fusión química o mental, en absurdas paradojas. Y tanto es así que aún hoy, veintisiete años después, sigo pensando si fue bueno o malo enterarme de que a partir de ese momento no volvería nunca más a cumplir de a un solo número, y si el hecho de comenzar a cumplir de a dos cifras no era, de alguna manera no tan simple ni natural, darme cuenta de que empezaba a envejecer.

L.P.

jueves, 5 de mayo de 2011

Un segundo en un siglo



El hombre dejó que la roca lo sostenga y que las pieles lo cubran. Observó la verticalidad de los objetos como la piedra-mesa o la piedra-televisor, quizás sospechando cierta ambigua estupidez natural. Luego sus ojos de acostumbraron a la posición y a la rigidez, a la abertura enorme de la caverna que dejaba entrar el olor del bosque; se fue acostumbrando a la ventana sin cortinas ni sol, al somier al que ya le sobraba un lado y dos patas, al animal que había matado en vano y al tapado de piel que colgaba del perchero, inútiles ambos objetos como así fundadas sus ganas de llorar.

La mujer no pensó en el garrote de otrora, ni en las promesas de entonces. Dejó que el hombre se durmiera y entró en la caverna, buscó lo que en aquellos años no tenía y colocó cuatro prendas y un par de zapatillas en un bolso de lona. Por algún extraño motivo sintió temor de caminar por la montaña y el bosque a esa hora del atardecer donde los animales (o los hombres) son peligrosos, pero de todas formas cerró la puerta y se alejó por la avenida repleta de automóviles y cirujas.

Algo se movió entonces, apenas, como un segundo. Cuando la mujer se perdió tras las rocas-edificios y cerró la puerta, él sintió ese movimiento en los ojos: un torrente de lluvia, una descomposición carnal. Se levantó deprisa, tomó el garrote sólo para volver a resignarlo contra la pared de la caverna, se rascó los cabellos enmarañados, amasó la barba hacia abajo, dejó tiesos los ojos y se dio cuenta de lo sucedido. En esa furia se arrancó las pieles que llevaba encima y se arrojó al suelo boca abajo, tragó el polvo y pateó el suelo. Luego giró, miró la roca del techo, el cielorraso de yeso, la lámpara, un cuadro en la pared, la puerta que acababa de cerrarse. Se arrojó sobre la cama, tembloroso, y se dejó rodar hasta caer sobre la alfombra; respiró pelusas. Algo se movió entonces en los ojos, apenas, como un segundo, como un siglo, como miles de siglos… y el hombre inventó el tiempo, el dolor, la tristeza, la bronca, el abandono y la lágrima. Sobre todo eso: la lágrima. O el desamor.

L.P

El favor




En un abrir y cerrar de ojos esa verdad estaba ahí, frente a mí, como en un espejo. Y fue precisamente eso: entrar en el baño de aquel bar y ver la verdad sobre un cristal mugriento.
Muchas veces había imaginado encontrar una verdad en alguna polvorienta parada de colectivo, en cualquier sueño o en cualquiera de las cuatro esquinas del cruce de las calles Soler y Belgrano. Ni remotamente imaginé encontrarla ahí, en ese bar de mala muerte donde un puñado de escritores fracasados se juntaba cada tarde a defender textos indefendibles. Uno de esos escritores era yo.
Recuerdo que entré al baño con la hoja en la mano, quizás pensando en releer el cuento que había escrito y que en unos minutos debería exponer lo más intelectualmente posible.
Diré lo siguiente: existe algo infundado entre las cuatro paredes de un baño, algo de morbosa soledad que me permite ser tan íntimo como un secreto. Es como que busco cosas en esa intimidad, cositas que no podría buscar donde otros me vieran o donde no estuviera demasiado solo. Así y todo nunca había recibido, hasta entonces y de ningún modo, cualquier tipo de revelación: ni los secretos de la felicidad, o la desdicha, ni la simple visión de un ejercicio bien hecho. Jamás vi ni hallé el Aleph, ni un posible número ganador de lotería ni un cartel significativo como el que vio el Negro Fontanarrosa y que le mostró, del modo más austero, el secreto de cómo atrapar a un lector. Tampoco descubrí ninguna frase bien escrita, ninguna imagen perfecta, ni un corpiño, ni una mujer sin corpiños. Absolutamente nada grandioso había visto en ningún baño de ningún bar. Pero no me dejaba vencer por entonces, y buscaba.
Este baño era más de lo mismo: un espacio con formas de azulejos en las paredes; un cielo raso de yeso varias veces pintado; una mesadita con una sola pileta; verticales mármoles separando los megitorios y enfrente dos puertitas de madera por donde se accedía a los inodoros. Recuerdo que cierto pudor me obligaba a orinar en los inodoros en vez de hacerlo en los mingitorios, y nombrar la palabra recuerdo es simplemente retraerme a aquella tarde cuando descubrí la verdad. Por eso: recuerdo que dejé la hoja con el cuento sobre la mesadita, la olvidé por un segundo, apoyé las manos en el mármol y acerqué la cara al espejo, torcí la boca, me vi una legaña o una pestaña caída sobre el mentón. Luego me metí a orinar y cerré la puerta. Busqué no sé qué cosas escritas, no sé qué frase o metáfora. Algo busqué en los azulejos azules o celestes, en el depósito de agua ahí arriba, con esa cadenita oxidada con el plastiquito en la punta. Busqué en cada rincón no sé qué cosa. Luego lo supe —siempre lo supe, pero a veces me costaba reconocerlo—: la verdad; como si la verdad fuera algo escondido detrás de un inodoro, o detrás del lápiz estúpido de un adolescente que amaba (o ama) a una atorranta de barrio o a una modelo. Y es que me ganaba la bronca porque no encontraba, y comenzaba a pensar con enojo, como que el pibe era un tarado y que la pendeja era una tilinga. Esas cosas. Luego oí la puerta de entrada golpear contra la pared. Para entonces yo ya me había subido el cierre, casi giraba y salía. Pero ya tenía la bronca, y no quería encontrarme con el tipo en ese baño, con ningún tipo. Así que aguanté un rato más, sólo un rato más. Es como que la suerte… sí, esa especie de suerte estuvo ahí, en ese exacto segundo. Es como que al fin la verdad, o la revelación de todo, estuvo y me retuvo y me obligó a oír sobre la puerta, y sentir que el hombre se lavaba las manos, que el hombre empujaba la otra puerta buscando el otro inodoro, que el hombre volvía a salir, y volvía a entrar, y volcaba la tapa del inodoro y el jean que se bajaba, y el quejido gozoso de ese principio. Salí en ese momento, me vi salir en el espejo y ya no pude quitarme la vista de encima. Todo lo hice sin sacarme los ojos de mis ojos: empujé la puerta, caminé dos pasos, abrí la canilla, restregué las manos bajo el agua, las escurrí y me las pasé por el pelo. Cuando oí que el hombre tiraba de la cadena, fue como volver a vivir, y me enojé aún más porque esa estupidez de haberme quedado en esa forma de duermevela me obligaba ahora a cruzarme con el tipo. Me dijo un buenas tardes melancólico, casi un suspiro o una obligación, y salió. Evité verlo. Recuerdo que busqué el cuento que había dejado sobre la mesada, y la hoja ya no estaba. Comprendí: el hombre había entrado y había salido, y había vuelto a entrar. Comprendí: la verdad de mi vida, al menos de mi utópica vida de escritor, estaba ahí sobre el espejo, viéndome como a un perro lastimado, con esos ojos de compasión ajena, de lástima, de pobre animalito de Dios, pobre criaturita buscadora de verdades, pobre perro de felpudo. Afuera estarían ellos esperándome, esperando que el perro de mi verdad saliera a defender lo indefendible, sin sospechar siquiera que lo indefendible era ahora un pedazo de papel en un correr de cloacas. De alguna extraña manera me sentí feliz. Al menos esa verdad me fue revelada sin penas ni glorias, y mientras el perro feliz del espejo me mostraba los dientes, yo lamenté no haberle dado las gracias al tipo, aunque sea haberle visto la cara, aunque sea haberle respondido el saludo… algo.

L.P.

lunes, 14 de febrero de 2011

El Manuel de la Gertrudis


Hace un tiempo que hojeo Carta a los Jonquieres, el libro de Cortázar, libro al que ya le dediqué una entrada y sin pensarlo se merece esta otra. En la anterior mencioné lo que me costaba leer este libro y ya no voy a hacer hincapié en ello; sólo aludiré que lo tengo sobre esta especie de escritorio y que de vez en cuando lo abro al azar y leo las dos carilla que me regala ese recreo.
En una carta fechada el 10 de enero de 1959 (al pie de la página el editor duda y pone 1960. Yo aquí confiaré en la fecha que puso el escritor), Julio Cortázar escribe desde París, luego de una breve estadía en Argentina, y habla de alguna confusión entre lo que se pondera y lo que se desdeña en la literatura de su país, y que ya no halla valores interesantes dentro del ámbito nacional y los que lo son nadie los ve y demás cuestiones. En eso estaba Cortázar cuando dice: “Descubrí a un cronopio que se llama Manuel Kirschbaum, Un cuento suyo delicioso en Ficción que se llama Gertrudis. Éste sí puede darnos algo, si no opta como la mayoría por vivir de la ya hecho y tomar café hablando de lo que hacen o no hacen los demás”. (Pág.406)
La pregunta surgió sin demasiados preámbulos: ¿quién es Manuel Kirschbaum? No sé otros, pero yo me desespero cuando escritores consagrados hablan de escritores no consagrados y los tratan bien, como futuras promesas, como que “éste sí puede darnos algo”. Busqué información en la Web sobre este tipo. Lo primero que me salió fue “Las diversiones exasperadas, de Manuel Kirschbaum”, en Mercado Libre. A los dos días tenía el libro sobre esta mesa, libro destrozado pero completo, libro con fecha de edición el 12 de enero de 1953 y donde el cuento “Gertrudis”, como suponía y para mi desgracia, no estaba. De cualquier manera lo leí casi de un tirón. El libro presenta una serie de cuentos por demás interesantes que no viene al caso detallar.
Seguí buscando información sobre este escritor, y no hay absolutamente nada que tenga que ver con su biografía, con sus títulos publicados y mucho menos con Gertrudis. En un foro literario encontré una persona que hablaba de él, que lo había conocido y al que Kirschbaum le había prestado otro libro suyo llamado "Prontuario de lo grotesco". Me suscribí al foro y le mandé un mensaje preguntándole sobre Kirschbaun. Transcribo aquí una parte de la conversación que tuve con este hombre:

“Sí, lo conocí de esta manera: compré ese libro (LDE), lo busqué en guía y lo llamé. Yo tendría entonces unos 15 años (tengo 75 ahora). Ya era escritor conocido, grupo de Boedo, en los años 30. Me encontré con él varias veces, nunca en su casa, sino en una oficina que tenía. Se dedicó después a la grafología. Tenía una Escuela de nuevas técnicas Psicológicas en Maipú casi esquina Corrientes. No sé que hay ahora ahí; encima, estoy viviendo en Uruguay. Pero las últimas veces que intenté encontrarlo para obsequiarle un libro que yo había publicado, no había rastros de él. Conocí a su hijo en esa Escuela, pero no recuerdo su nombre de pila. También lo vi una vez con Juan Jacobo Bajarlía, pero Bajarlía ya murió. En fin, parece que se lo olvidó definitivamente... Una lástima”.

Sigo buscando información, pero hasta el momento es en vano. Cortázar habla de Ficción. Yo no sé si es el título del libro que lleva a Gertrudis, —ahora sospecho que sí—, o si es una antología entre varios autores que lleva ese cuento. No encuentro ni siquiera “Prontuario de lo grotesco” en ninguna de las librerías de usados que mandé preguntar, que fueron muchas. Las preguntas son tantas…
¿Qué fue de la vida de Manuel Kirsbaum? Ni la más remota idea, pero entiendo que él jamás supo que Cortázar llegó a ponderar y admirar un cuento de su autoría; que Cortázar, desde París, lo nombraba como una posible salvación de la literatura Argentina. No llego a darme cuenta de que si Cortázar hubiera hecho público esa revelación el destino de Gertrudis hubiese sido diferente, ni sé si merecía la pena. También puede ser que como vaticinó Cortázar, el señor Kirschabaum se haya sentado a tomar café y a hablar de los que hacen y no hacen los demás, puede ser. Lo cierto es que Gertrudis no está por ningún lado, y que Manuel se murió sin suponer, ni remotamente, que tantos años después alguien lo andaría buscando.

L.P.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Buscando a Gertrudis


Me acaban de llegar las revista/libros Ficción, que compre para encontrar a Gertrudis de una vez por todas. Veintiún ejemplares, impecables, que se publicaron entre 1957 y 1960.
Por lo que sé Ficción era una revista denominadas de izquierda, de publicación bimestral, que fundó el novelista vasco Juan Goyanarte en 1956 y sobrevivió hasta 1971.
En la edición número 19 con fecha Mayo-Junio de 1959, supuestamente, leyó Cortázar el cuento que ando buscando, Gertrudis, y aquí tenemos un problema: el único cuento de Manuel Kirschabaum que hay en esa publicación es uno que se titula Pechos contra Pechos, y la protagonista del cuento se llama Gertrudis. Yo sospecho que Cortázar se equivocó al escribir el nombre del cuento en la carta, y que así como escribió Kirschbaum sin la “s”, escribió Gertrudis cuando en realidad era el nombre del personaje y no el título del texto. Cortázar leyó el cuento en Argentina y escribió la carta desde París, es comprensible cualquier error.
Ahora me toca leer el cuento, despacio, a ver si es tan delicioso. Claro que me queda la duda si en realidad es el cuento que busco, pero quiero pensar que sí porque son muchas las coincidencias, por lo menos las más fuertes: el año, el autor, y el nombre del personaje.
Copio acá un párrafo del cuento que tomé al azar, para que se hagan una idea del pulso de este escritor casi desconocido. Eso sí, traten de leer con los ojos y el corazón de Cortázar.

“— ¡Gertrudis!— gritó la mujer lanzándome un arponazo. Mi mano retuvo crispada el auricular y lo volvió a acercar al oído. Todo tenso, sentí que mis párpados se cerraban con el pudor de los ojos nublados de repente. La garganta me impedía pronunciar el estallido romántico del corazón. El pasmo se prolongó hasta que la mujer lo rompió, triunfante.”

martes, 8 de febrero de 2011

Al fin Gertrudis



Bueno, quizás sea esta la última entrada referida a Manuel Kirschbaum. Lo último que hice esta semana es llamar a todos los Kirschbaum de la guía telefónica, desparramados por todo mi país, y ninguno de los tantos resultó ser ni familiar ni conocido de Manuel Kirschbaum. Así que por el momento no podré saber nada más de su historia ni encontrarme con sus libros, que era a lo que yo apuntaba. Me queda el consuelo no poco grato de haberme encontrado con Gertrudis, porque ahora sí estoy convencido de que es ése el cuento al que se refería Cortázar en su carta a Eduardo Jonquieres, cuento que en realidad de llama “Pechos contra Pechos”.
Sobre el cuento no diré demasiado, y muy estúpido sería si no me pusiera del lado de Cortázar. Diré que en realidad es un cuento delicioso, no sólo por respeto, sino porque de corazón así me parece. El estilo de Kirschbaun es refinado, sensible, poético, de los que Onetti hubiera premiado, de los que tanto escasean hoy día porque según tengo entendido la literatura va por otro camino. Ya no se buscan estilos, se busca no sé qué cosa, pero alguna otra cosa se busca.
Por lo pronto yo disfruté de esta búsqueda, y me queda escanear el cuento para que lo lea el que así lo desee. Sabiendo que Cortázar dijo que el cuento era delicioso y que su autor era la única esperanza de aquellos años para salvar la literatura argentina, no creo que muchos puedan resistirse. Más aún sabiendo que Manuel Kirschbaum es, a estas alturas, un autor prácticamente desconocido.

Pido disculpas por el trabajo de escaneo. No sé demasiado sobre estos asuntos de cómo escanear y colgar un texto en un solo archivo. Pinchando sobre cada hoja se puede ampliar y así leerlo. Al menos a mí me resulta.

Fuente: revista/libro Ficción. 19 de Mayo/Junio 1959