Cuento publicado en "La Balandra" en el año 2012
Aquel día olvidé el consejo. Fui una especie de buen tipo creyéndose
caritativo sólo por tener una Volkswagen Transporter bastante nueva. El hombre estaba ahí, en
plena patagonia, tomando polvo y viento y sol. Un pobre diablo, de eso estoy seguro. Yo había pasado la noche es Villa Stroeder, un
pueblo tranquilo como pocos, apenas un punto en medio del desierto. Por la
mañana, cuando retomé la Ruta
3 camino a Bahía Blanca, vi al hombre que hacía dedo. Y esas cosas del
aburrimiento, de la nostalgia, de olvidar consejos, esas ganas de oír una
palabra hicieron que me detuviera. Un pobre diablo: sobretodo gris, un bolso
pequeño en una mano, un cigarrillo en la otra. Y su gran altura. Eso fue lo
primero que vi.
—Buen día, jefe —grité a través de la ventanilla abierta. Al hombre no le
alcanzó esa abertura. Abrió la puerta. Me saludó con un gesto de la cara—. Voy
para Bahía —agregué—. ¿Le sirve?
—Si, gracias —dijo el tipo.
Tuve tiempo de ver en su cara rastros de viruela cuando subió y se
acomodó en el asiento También observé sus zapatos negros.
—Qué viento, hermano… —dejé la frase abierta. Puso el bolso sobre la
alfombra de goma, entre sus piernas. Silencio. Algo parecido a una lagartija
cruzó la ruta. El viento levantaba una polvareda fina y revolcaba arbustos
sobre la patagonia. Cuando de nuevo puse al vehículo en movimiento, el tipo
habló:
—Tuve suerte —dijo—. A veces espero por horas que alguien me levante.
—Me imagino. Estas rutas son la muerte —respondí sin mirarlo. Recuerdo
que en ese momento iba pensando en las
palomas mensajeras que había soltado el día anterior en algún punto de
la ruta. Clientes que tenían palomares me daban las palomas, y yo se las
soltaba a la distancia que ellos me
decían. Digamos que era una atención. Ellos me compraban zapatos; yo les
soltaba palomas.
—Quién sabe si volverán —dije, y miré hacia arriba por encima del
volante.
Yo intentaba iniciar una
conversación; creí que el tema de las palomas sería acertado. Al hombre no le
importó. Sin embargo murmuró que
trabajaba en una petrolera. Todos por
allá trabajaban en petroleras o en las minas. Mucho no me interesaba. Yo
prefería hablar de palomas o de mujeres. Pero se trataba de iniciar un diálogo,
así que me deshice de pretensiones. Dije,
mostrándome entusiasmado: “Qué bien”. Pregunté cómo le iba.
—Normal. Ya sabe.
Yo no sabía, pero estaba dispuesto a seguirle la
corriente.
—Por lo menos estas empresas extranjeras no tienen
problemas a la hora de pagar.
—Ajá —dijo.
Agregué:
—Pagan en tiempo y en dólares.
— No tiene importancia —dijo.
Vi que al hablar mantenía la cabeza rígida, la mirada
pegada al parabrisas.
—Lindo color el del dólar.
—Sí —respondió. Y repitió la frase—: No tiene
importancia.
Lo miré de reojo. Algo hubo en el tono de su voz,
algo que no supe describir. Esperé a que siguiera hablando, pero no dijo nada
más.
—Cómo no le va a importar el color del dólar, jefe.
Para algo trabaja.
El tipo no respondió. Fregaba sus manos sobre el
pantalón. Vi que estaban limpias y
blancas.
—Y qué hace en la empresa. ¿Trabaja en las oficinas?
—No. Estoy en
mantenimiento. Un trabajo de mierda.
Cuando concluyó la frase miró hacia el costado. Un
cartel destartalado se movía con el viento. Lo siguió con la vista como si le
hubiera interesado. Luego me di cuenta de que empezó a hacer lo mismo con todos
los carteles. Los seguía desde el frente hasta girar la cabeza casi un cuarto
de vuelta. Me pareció gracioso, pero a
la vez intuí que ese juego era parte de algo extraño, infantil. Un rato después
cambió de actitud y volvió a mirar fijamente el parabrisas.
Habríamos hecho para entonces unos treinta kilómetros.
De pronto el tipo dijo:
—Me tengo que matar.
Dijo: “me tengo que matar”. Yo lo escuché bien, pero
podría haberme equivocado, podría haber dicho
otra cosa como: “me tengo que bajar”. Eso quise creer, pero no me dio
tiempo.
—Me tengo que matar, y otro se va
a ir conmigo.
Lo miré a la cara, de frente, por primera vez desde
que iniciamos el viaje desde aquel desierto paraje de Villa Stroeder, porque él
también me miró recto a los ojos, como un relámpago, como un disparo, y luego
siguió mirado hacia adelante. Yo volví la vista a la ruta. En ese segundo había
movido levemente la dirección, y la camioneta transitaba ahora por la mano
contraria. Enderecé el curso, sonreí, traté de que el hombre viera mi sonrisa.
No lo hizo. Entonces simulé una carcajada breve. El tipo tampoco reaccionó.
Dije:
—Qué le va a hacer, jefe.
—Eso —dijo, y agregó—: Nada.
Yo esperaba que se largara a reír, esperaba el final
de la broma. En algún momento de esa espera presentí que quería seguir con el
juego un rato más. A él también le parecería insoportable el viaje.
—Jefe, ¿unos mates?
—No hay tiempo.
Le dije que aún faltaban varios kilómetros para Bahía
Blanca.
—Eso no importa. No hay tiempo —repitió.
Movió levemente las piernas, y se volvió a frotar las
manos contra el pantalón. Yo traté de pensar en los consejos: no levantes a
nadie en la ruta; hoy es peligroso. Había desoído los consejos, pero creía
tener mis razones: la gente del sur, la buena gente de los pueblos de la
patagonia, gente sin maldad, hospitalaria hasta la médula, atentos hasta la
bronca. Llevar a una maestra, a unos niños, a un campesino. Muchas veces había
levantado gente como esa. Tenía mis motivos para desoír consejos. Ahora me
acordaba de ellos, pero no podía creer lo que estaba sucediendo; seguía
aferrándome a que era una broma de este pobre diablo. Entonces vi pasar una
paloma, y la seguí con la vista hasta que se perdió en lo alto.
—Debe ser de las que solté ayer —dije—. Mucho viento.
Recordé que nunca le había hablado de que yo soltaba
palomas. Entonces agregué: —Le suelto palomas a los clientes, palomas
mensajeras.
Tampoco le había contado que yo vivía en Buenos Aires
y que venía seguido al sur a vender zapatos.
—Soy vendedor de zapatos.
—Ajá —dijo el hombre.
—¿Le gustan las palomas, jefe?
El tipo giró la cabeza hacia la ventanilla. Yo
aproveché para mirar el bolso que estaba
sobre la alfombra, entre sus piernas. Me estaba asustando. Pleno mediodía en la
patagonia, pleno sol, y un temor parecido a la vergüenza. Muchas veces había pensado en lo que haría si
me asaltaban. Recordé que un amigo, con el tipo sentado al lado apuntándole con
el revólver; había decidido tirar el vehículo a la zanja, saliera pato o
gallareta. Yo miré hacia la banquina: polvo, yuyos, poca profundidad. Pensé: si
hago una maniobra brusca la vuelco, y a la puta madre. Pensaba todo esto, pero
a la vez no lograba hacerme a la idea de que algo así pudiera estar pasándome.
Intenté dos o tres veces el diálogo, creo que hasta le conté un chiste, pero el
hombre estaba ahora con la sien apoyada
contra la ventanilla; podía verle la respiración en el sobretodo, cierto
nerviosismo en las manos. Decidí tomar las cosas a la tremenda. Estaba en el
baile:
—Y por qué, jefe, qué le anda pasando.
Entonces me miró:
—Porque sí. No sé por qué.
—Bueno, creo que usted sabrá, pero haga lo que le
parezca —dije esto sin pensarlo, o más bien con bronca.
El hombre no respondió.
Justo cuando mis piernas empezaban a temblar recordé
lo de la llave abajo del torpedo, arriba del pedal del embrague. Una tecla que
le había hecho colocar a la
Volkswagen cuando la había comprado, por miedo a que me la
robaran. Era un interruptor que
funcionaba como los de encender las luces domésticas. Cuando lo movía con la
punta del pie se cortaba la corriente de la bomba y ésta dejaba de inyectar
combustible. El vehículo se paraba enseguida. Antes de poner mi plan a funcionar,
respiré profundamente. Abrí un poco la ventanilla. Un viento fresco me hizo
cerrar los ojos. Otra vez pude ver la paloma, pero supuse que no era la misma.
El tipo seguía ahí. Tuve que mirarlo varias veces para descubrir que no había
ninguna sonrisa en su cara, para convencerme de seguir adelante con el plan.
Entonces levanté la punta del pie izquierdo y moví la perilla. Fue una especie
de susto y de alegría que se mezclaron. El motor se paró. Quité el cambio y
dejé que el vehículo corriera, mudo. Me
di cuenta de que debía decir algo cuando el hombre me miró. Entonces insulté, e
hice un gesto como de asombro.
—La puta madre, jefe, lo que nos faltaba. —Dije “lo
que nos faltaba” como si esto significara que aparte de que el tipo me iba a
matar a mí y luego se iba a suicidar, el vehículo nos dejaba varados. Ante el silencio
del hombre agregué.
—A ver qué le
pasó a esto.
Cuando nos detuvimos agarré la manija de la puerta, y
antes de abrir lo miré. Él había vuelto la cabeza hacia la ventanilla. Respiré
aliviado. Me bajé y levanté el capot. Por alguna hendija pude ver al hombre sentado, ahí, como si
nada. Pensé en salir corriendo. Miré hacia todos lados. Desierto, yuyos cortos,
vasta distancia, soledad. “Adónde mierda voy a ir”, pensé; “adonde mierda voy”.
Entonces reparé en las posibilidades que tenía hasta el momento: arrancar el
vehículo, volcarlo y tener la suerte de que el tipo se desmayara o se matara en
la maniobra, y yo salir ileso. Una estupidez. Salir corriendo así, sin nada,
tratar de perderme entre el polvo, de que me tragara la inmensidad descolorida
de la patagonia, imposible. Hubo entonces una tercera: lograr que el hombre se
bajara con la excusa de empujar la camioneta. Subí y le di arranque varias
veces, siempre con el interruptor cortado.
—Qué macana, jefe —dije tratando de conservar un tono
parejo en la voz—; vamos a tener que empujar.
El hombre me miró durante un instante eterno. Me miró
mientras yo lo miraba. Traté de mostrarle una cara inocente, lo más pelotuda
posible. No le di tiempo a nada. Me bajé y comencé a empujar la Volkswagen solo, desde
el parante de la puerta. No logré ni moverla. Vi entonces que el tipo dejaba el
bolso y se bajaba. Se aferró al parante de la puerta de su lado y comenzó a
empujar. Cuando la camioneta tomó algo de velocidad, subí de un salto y puse el
cambio. No sé por qué no encendí el interruptor para que arrancara en ese
primer intento. Creo que temí que el tipo lograra subir como un gato. El
vehículo no arrancó, por supuesto. Bajé, volví a levantar el capot, hice como
que tocaba algo. El hombre se volvió a
sentar. Sentí entonces algo parecido a la bronca, un espasmo secreto, ganas de
ser yo quien lo matara de una vez por todas. Me imaginé tomándolo por el
cuello, me imaginé viéndole la lengua larga, seca, quieta y relajada sobre el
mentón. Pero fui un poco más allá, un poco hacia atrás en el tiempo, y lo
imaginé allí parado, entre el viento, con su sobretodo y su bolso y su
cigarrillo, con su dedo agitándose en el
aire tratando de que yo me detuviera, de que un alma estúpida se detuviera en
esa soledad espantosa y lo llevara. Me imaginé viéndolo pasar por la
ventanilla, y yo me reía en esa imagen, me reía y le mostraba los dientes y le
gritaba: “que te lleve Montoto” y luego yo pensaba “pobre diablo, no sabe que sólo llevo palomas”.
Cerré el capot, todavía pensando en las palomas y en
el error. Ahora en mi voz había bronca, dureza.
—Vamos a probar de nuevo.
El maldito no se movió, otra vez, como si tratara de
analizar la situación, como si pensara: “acá nomás lo mato y me evito el
esfuerzo”. Pero luego bajó, y ocurrió una especie de milagro: Vi que se
encaminaba hacia la parte de atrás de la Volkswagen ,
lo vi por el espejo retrovisor de la puerta, y comenzamos a empujar. Entonces
me subí, moví el interruptor, le di arranque,
puse el cambio y aceleré.
Pude ver al
tipo en medio de la ruta, que se alejaba, que se empequeñecía en el espejo, que
era ahora una figurita inmóvil allá atrás. No quiero pensar que todo era una
broma y que dejé al imbécil en medio de una ruta por donde no pasaba ni un
alma. También vi (o creo haber visto, todo es tan confuso) una paloma
revoloteando sobre el horizonte, buscando un rumbo. Recuerdo que mis
piernas temblaban, o sufrían una especie
de convulsión, para el caso es lo mismo. En esos estertores me di cuenta de que
el bolso estaba ahí, sobre la alfombra de goma. Lo tomé de las manijas y lo
arrojé por la ventanilla. Ni miré dónde cayó. El pobre diablo seguía ahí, lejos, casi invisible en el espejo.-
L.P
3 comentarios:
Buen relato,¿realidad o ficción?.
Un abrazo.
Gracias, Mamen. Un poco de las dos cosas, como siempre. Un abrazo.
Siempre pienso en este tipo de cosas cuando me estoy tomando unos momentos para reflexionar la verdad es que es muy lindo poder hacerlo espero que en algún momento también puede hacer cuando tome mis descansos en los locales de ropa de mujer por mayor
Publicar un comentario