viernes, 15 de octubre de 2010

Para leer en el baño




Hay un preciso e inevitable momento (necesidad fisiológica) en el cual la persona debe abandonar quehaceres —fuesen cuales fuesen, sin distinción de importancias— para dirigirse al baño. Para ello, se debe tener al alcance de la mano (o al menos tener conocimiento del lugar dónde se encuentra) el libro, revista, periódico, manual de intrusiones, etc., que se tenga intenciones de leer en ese momento. Es muy importante contar inmediatamente con el “objeto de lectura”, considerando que una extensa búsqueda puede acarrear consigo infinitas consecuencias. Puede ser un acertado consejo tener una biblioteca sobre una pared inmediatamente anterior a la puerta del baño o, en su defecto, en el interior del mismo.
Una vez dentro del baño con el “objeto de lectura” en la mano, busque un sitio donde apoyar dicho elemento. Un buen lugar puede ser la parte delantera y superior del bidet (dicho sanitario está próximo al inodoro) porque es allí donde el filo del benéfico tiene una curva muy pronunciada y el “objeto” puede mantenerse en equilibrio. Si el sanitario está seco y limpio, se puede usar el interior del mismo como posible lugar de reposo del material en cuestión. Una vez resuelto lo anterior, procederemos a ponernos de espaldas al inodoro, aproximadamente a una cuarta de distancia, con el torso vertical. Ya en esa posición, sin titubear demasiado, procuraremos desnudar la parte inferior del cuerpo, dejando las prendas sobre el empeine de los pies. Cabe aquí la posibilidad de que el sujeto lleve polleras. En ese caso, puede uno remangarla hasta la cintura o, directamente, quitársela. De cualquier modo, es de suma importancia quitarse las prendas antes de sentarse sobre el inodoro. Ya desprovistos de las vestimentas inferiores, procederemos a agacharnos. Para ello no usaremos la forma tradicional, sino que inclinaremos primero el cuerpo hacia delante unos treinta grados, aproximadamente, y luego flexionaremos lentamente las rodillas, hasta que los muslos hagan contacto con la parte superior del inodoro. Con un leve movimiento de cadera acomodaremos el cuerpo sobre la fría superficie. Una vez hecho esto, debemos girar la vista hasta hallar el “objeto de lectura” y estirar el brazo tomándolo con la punta de los dedos. Lleve el objeto hasta delante de los ojos, ábralo donde le plazca leer y luego apoye los codos sobre las rodillas, logrando de eso modo una cómoda posición de lectura.
El período de lectura es, lógicamente, proporcional al tiempo que demande la necesidad. Llegado a este punto, el sujeto comenzará a hacer todos los movimientos mencionados pero en orden inverso.

L.P.

jueves, 7 de octubre de 2010

Merecidamente



Al momento de haber hecho la impresora la primera copia, retumbó en la sala un golpe seco y apagado desde la puerta. Pensé en el perro. Había escrito tres horas sin descanso ni anteojos, había sufrido los porfiados intentos del protagonista de escaparse del hilo que intentaba llevar la historia, había releído cada página al menos ocho veces, y todo soportando el sueño queriéndome tumbar sobre el escritorio y la computadora. Ahora golpean la puerta, ahora la abro y el sujeto con cara redonda, hinchada y tirante con una sonrisa de mejilla a mejilla me extiende el brazo y me pide una copia. No entiendo. “La copia del cuento”, me dice: “quiero la copia antes de que vengan los otros”. Sospecha mi negativa. Entonces el tipo entra corriendo, resbala sobre el felpudo, se rompe los huesos contra el filo de la estufa. Como un agua viva se desparrama en el suelo. “¿Adónde está!?”, grita, “¡quiero el cuento!”. Al levantarse ha visto —al otro lado de la mesa—, la impresora con las páginas, y un segundo más tarde las toma y corre hacia la calle. Se pierde en el sol de afuera, en el ancho de la vereda. Cierro la puerta asustado.
Sin saber por qué, hago otra copia del cuento. Snik, snik, snik. Al parecer otra persona ha golpeado la puerta mientras la máquina trabajaba, porque cuando la novena página cae sobre el escritorio, la puerta que se rompe y se desploma contra el suelo. Esta vez una mujer es la que sonríe parada sobre lo que fue la puerta vertical, con las manos apoyadas sobre la cadera y respirando trabajosamente. “¡Quiero la copia!” me grita, y voltea para ver más allá de su espalda la calle vacía. “¿No me oís, boludo?”, agrega poniéndose seria, bajando el centro de las cejas, arrugando la nariz. “¿Ésta?”, pregunto tímidamente, y en cuanto levanto las hojas la tengo a la mujer encima quitándome los papeles de un zarpazo. No tropezó en el felpudo en la carrera hacia el exterior, pero sí lo hizo en la escalerita que baja hasta la vereda, y rodando llegó a la calle, adonde en la última vuelta logró incorporarse aprovechando el impulso y salió gritando y revoleando las hojas en la mano alzada.
Con la tercera copia del cuento casi era previsible lo que iba a ocurrir, casi lo sospechaba, así que dejé la impresora largando la copia y me deslicé hasta un rincón. Enseguida vino otro a robar el cuento, con la misma euforia que los anteriores, y a ese le siguieron otros desquiciados. Perdí la cuenta. Sospeché que a esas alturas cada boludo inculto del mundo tendría una copia de mi obra sobre la mesita de luz. Lejos de eso ocurrió que yo dormía y soñaba, la cabeza sobre el teclado de la computadora.
Mientras tanto el viento entrando por la ventana levantó por los aires las nueve hojas que se fueron por la misma abertura hasta la alcantarilla de enfrente y se hundieron, merecidamente, en el agua podrida.

L.P.